Cuentan que hace mucho tiempo, todas las aves de la Tierra no tenían los hermosos colores que vemos ahora, sino que eran de un color marrón muy aburrido. Y esto las ponía muy tristes, pues no podían diferenciarse entre ellas. Observaban con envidia las vibrantes tonalidades del atardecer y el azul del cielo, el colorido de los pétalos de las flores y las frutas.
Un día, decidieron que irían a visitar a la Madre Naturaleza para pedirle ayuda. Ya no querían verse tan sosas.
Cuando estuvieran delante de su creadora se armó tal alboroto, que ella tuvo que levantar la voz para hacer que cesaran los ruidos de sus criaturas aladas.
—Por favor, hagan silencio. Me hicieron venir para hacer algo al respecto con su color, ya que dicen que están a disgusto con el marrón. Con tal de tenerlas contentas, voy a llamarlas de una en una, para volver a pintarlas como a ustedes les guste.
Y la Madre Naturaleza llamó a la urraca, que fue la primera en hacer su pedido.
—Yo quisiera que mis plumas tengan el color de la noche, con salpicaduras de blanco en el pecho para verme de lo más elegante —le dijo.
Tomando un pincel muy fino, la Madre Naturaleza comenzó a pintar una por una las plumas de la urraca, hasta que quedó convertida en un pájaro negrísimo y muy bello.
La siguiente ave en pasar fue el pavo real, que decidió ponerse un poco más exigente.
—Yo quiero tener un abanico de plumas de diversos colores, con violeta, azul y verde en todas las puntas. ¡Y que mi cuerpo sea de una magnífica tonalidad esmeralda!
Y así, el pavo real se convirtió en el pájaro más vistoso de todos los que se habían reunido.
—Yo quiero que todas mis plumitas sean amarillas, porque soy tan chiquito que nadie me puede ver —dijo el canario—, ¡como me voy a destacar por el cielo!
Dicho y hecho, el pequeño pajarito se transformó en animal al que era imposible ignorar debido a tan brillante tono.
Y así, de uno en uno, los pájaros fueron pasando para que les cambiarán de color. El azulejo se volvió de un brillante color celeste, el petirrojo obtuvo unas plumas naranjas para su pechera y la paloma se hizo de un blanco puro.
Justo cuando la Madre Naturaleza daba su trabajo por terminado, una vocecita la llamó a lo lejos.
—¡Espera, espera! —la llamó el gorrión— ¡Faltó yo! Se me hizo muy tarde y no pude llegar a tiempo.
Sobresaltada, la Madre Naturaleza no se atrevió a decirle que se le había acabado toda la pintura. Más luego se dio cuenta de que en su paleta de colores, quedaba una diminuta gotita de color amarillo, que le había sobrado de las plumas del canario.
—Tengo para ti el toque de color más alegre de todos —le dijo—, ¿dónde lo vas a querer?
—¡En mi pico! —dijo el pajarito.
Y cuando la Madre Naturaleza se lo colocó, el gorrión fue el ave más feliz.
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