Este era un gato muy glotón al que le encantaban las sardinas. Todos los días andaba rondando por el mercado para vigilar a los comerciantes que traían mariscos y peces, los cuales vendían en generosas porciones a las amas de casa que acudían a comprar. Y al minino siempre se le hacía agua la boca con tan solo contemplar aquellos jugosos trozos de salmón, bacalao y atún.
Pero claro, lo que de verdad amaba, como dijimos al principio, eran las sardinas.
De modo que aquella mañana, el gato se escondió tras unas cajas cerca del local del pescadero, esperando el momento oportuno en que el hombre llegaría con una carga tremenda de sus pescados favoritos. Ya se estaba relamiendo los bigotes.
Tal y como había previsto, el pescadero llegó arrastrando un carrito donde traída todo tipo de mariscos y en medio de tales delicias, el gatito alcanzó a ver una sardina brillante que parecía estarlo llamando.
Mientras el vendedor se ocupaba de acomodar su mercancía en el aparador, el gato aprovechó la distracción para dar un buen salto y coger la sardina con la boca. Esto ocasionó que el resto de los alimentos se cayeran, desparramándose por el piso y atrayendo la atención de las personas que pasaban por las carpas alrededor. Cuando el dueño del negocio se dio cuenta, montó en cólera y trató de atraparlo.
—¡Maldito bicho! ¡Ahora verás! ¡Robarme a mí que me ganó el pan decentemente! —exclamó, pero nuestro protagonista ya estaba escapando a toda velocidad entre los puestos del mercado, y con tanta gente comprando el pescadero lo perdió de vista. Malhumorado, regresó a su puesto.
Mientras tanto el gato celebraba su victoria, sin poder esperar a hincarle el diente a tan jugosa sardina. En el camino le dio sed y se detuvo frente a un arroyo para beber un poco. Tenía la sardina aún en el hocico y al asomarse a las aguas claras, sus ojos se abrieron de la impresión. Allí había un gato igual a él, ¡y con un pescado mucho más grande!
Celoso, el minino intentó arrebatárselo… y soltó la presa que tanto trabajo le había costado conseguir. Allí se quedó, confundido cuando sus bigotes solo tocaron el agua y viendo la sardina desaparecer arrastrada por la corriente.
No se había dado cuenta a tiempo de que ser codicioso no iba a traerle cosas buenas, y que el gato que había visto en el río no era otro que su propio reflejo, distorsionado de tal forma que la sardina le pareció de mayor tamaño. Desde ese día, quedarse con hambre le sirvió de lección para no sacar conclusiones apresuradas, ni ponerse celoso de otros o robarles.
Si hubiera sido un poco más juicioso, habría disfrutado de su deliciosa presa.
Moraleja: La avaricia nunca es buena consejera, en especial cuando envidias lo que otros tienen. Esfuérzate por ganarte lo tuyo honradamente y si tienes paciencia, con el tiempo los frutos de tu esfuerzo serán más grandes de lo que te puedas imaginar.
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