El niño entró en el ático polvoriento sin hacer demasiado ruido. Sus padres le habían prohibido subir hasta allí, aludiendo a que el lugar se encontraba muy sucio y era fácil que alguien como él se quedara encerrado. Pero eso no le importó. Encendió su linterna y se puso a buscar alguna cosa interesante entre las cajas abandonadas que poblaban la estancia.
Lo encontró en un rincón, justo bajo la única ventana circular que dotaba con algo de luz natural a la buhardilla. Pero era de noche y la oscuridad reinaba entre los cachivaches.
La vieja casa de muñecas parecía estar llamándolo.
Cuando la iluminó con su linterna, cada habitación pareció emitir una luz especial. Era bastante bonita. Tenía una cocina pintada con las paredes rosas, una sala de estar púrpura, un baño azul y un dormitorio de muros color carmín, donde una adolescente jugaba al aro hula. Los demás miembros de la familia, madre, hermano y abuelo, estaban repartidos por el resto de las estancias, cocinando, leyendo el periódico y dándose una ducha.
Pero allí faltaba algo. Alguien. No veía al padre por ningún sitio, ¿dónde se habría metido ese escurridizo muñeco?
Algo en el suelo de la habitación de la hija llamó poderosamente su atención. Había un verso escrito allí.
Un, dos, tres, has entrado en su morada, corre y escóndete donde él no te pueda ver.
El chico frunció el ceño, ¿qué significaba aquello? ¿De quién se suponía que tuviera que esconderse? Miro el cuarto de baño y encontró una inscripción similar tallada en una pared.
Cuatro, cinco, seis, te está observando y no hay lugar al cual correr.
Un escalofrío le recorrió la espalda. De pronto sentía que no estaba solo. Volvió a mirar hacia la cocina y allí, encima de la mesa diminuta, había otro mensaje tenebroso que le hizo estremecerse.
Siete, ocho, nueve, ¡que el hombre que sonríe no te despierte!
¿El hombre que sonríe? ¿Quién era el hombre que sonríe? ¿Acaso el patriarca desaparecido de esa familia de juguete, que parecía eternamente feliz en su vivienda de madera? El niño tuvo un mal presentimiento y decidió que tenía que marcharse. Pero antes, maldita curiosidad, antes solo echaría un vistazo más a la sala de estar donde reposaba el abuelo.
No había mensajes ni en las paredes, ni el suelo, ni en ningún otro lugar.
Entonces se fijó en el periódico que el juguete leía. Aferró el diminuto papel y abrió las pequeñas páginas, encontrándose con la última parte de la rima…
Diez, once, doce, no mires sobre tu hombre si no quieres darle goce.
El niño sintió que algo le rozaba la espalda y se paralizó de miedo. Algo estaba respirándole en la nuca. La luz de la linterna proyecto una sombra alta y alargada, que llegaba hasta el techo del ático. Tenía las manos grandes y con dedos anormalmente largos, como los de una bruja. Una risita siniestra resonó tras él.
Cuando miró sobre su hombro, lo único que distinguió fue una sonrisa de oreja a oreja.
¡Sé el primero en comentar!