Una vez en el reino de Babilonia, habitó un gran rey llamado Nabucodonosor, el cual tenía la costumbre de traer a muchachos israelitas a su palacio, para darles educación y convertirlos en fieles consejeros. Entre los más inteligentes destacaban tres jóvenes llamados Sadrac, Mesac y Abednego, los cuales además de ser bondadosos y muy razonables, tenían una gran fe en Dios.
Un día, Nabucodonosor tuvo un sueño impactante, en el cual veía una enorme estatua hecha de oro puro, tan grande y hermosa, que su sombra alcanzaba a cubrir a todos los súbditos de su reino.
Al despertarse se sentía tan agitado por la imagen de su sueño, que creyó que se trataba de una señal divina y mandó de inmediato a construir un ídolo que fuera igual, con los mejores lingotes de oro de las arcas y lleno de piedras preciosas. La estatua fue colocada en los llanos de Dura y delante de ella, tuvieron que reunirse las personas más importantes del reino.
Sadrac, Mesac y Abednego también fueron llamados por el rey, pues los consideraba de su total confianza.
—A partir de ahora, cada vez que escuchen tocar las gaitas, las trompetas y las arpas, todos tendrán que arrodillarse delante de esta imagen —decretó Nabucodonosor—, él que desobedezca mis órdenes recibirá un castigo terrible.
Alterados por la amenaza, los hombres de Su Majestad se olvidaron de toda su lealtad para con el Padre Celestial y se arrodillaron ante la estatua, mientras la música anunciaba la llegada de este nuevo dios a Babilonia. Solo Sadrac, Mesac y Abednego permanecieron de pie en donde estaban, negándose a adorarlo.
—Mi rey, esos tres hebreos se han atrevido a ignorar tus órdenes —le dijo a Nabucodonosor uno de sus consejeros—, ¡tal crimen debe ser castigado!
Sorprendido, Nabucodonosor mandó llamar a los muchachos.
—A ver, voy a darles una única oportunidad para que recapaciten —les advirtió—, arrodíllense ante el ídolo y adórenlo como hacen los demás.
—Nosotros solo adoramos a un único Dios, él nos ama y nos protege contra todos los males del mundo —contestaron ellos.
—Pues bien, vamos a ver si puede protegerlos del castigo que se han ganado por su insolencia.
Nabucodonosor mandó a que calentaran un enorme horno y ordenó a sus soldados que ataran a los jóvenes para quemarlos dentro. Ahí fueron arrojados, pero en ningún los escucharon gritar de dolor. Al contrario, en medio de las llamas no dejaban de dar gracias a Dios y de repetir que, aunque murieran, a nadie amarían más que a él.
Al ser testigo de esto, el rey ordenó que elevaran la temperatura del horno, pero el fuego no tocaba a los chicos. Solo entonces ordenó que apagaran las llamas y los desataran para sacarlos de ahí.
—No cabe duda de que el dios de Sadrac, Mesac y Abednego ha enviado a uno de sus ángeles para protegerlos. ¡Nadie es más amoroso y lleno de poder! Lamento haber sido tan obstinado, a partir de ahora, nunca más volveré a dudar de él.
Me gusta el pito, gracias por su atención… no me gusta la tula.
kiErO K mE lO MEtAn
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No ai speik inglu7sh