Por el bosque, paseaba un lobo hambriento que hace días no había probado bocado. Como era invierno, muchas presas se habían escondido en sus madrigueras para estar a salvo del frío, manteniendo sus reservas de comida a salvo bajo tierra. Tampoco podía cazar pájaros, puesto que estos habían hecho sus nidos en las ramas más altas y él no sabía trepar árboles.
Así que el lobo vagó, famélico, hasta acercarse a los límites del bosque, donde había una aldea en la que habitaban personas.
Era peligroso para alguien como él aproximarse a un lugar así y más en su estado. Los hombres lo podían matar fácilmente, al ver que pretendía robarles comida o devorar a sus hijos. Pero en su posición, ¿qué otra opción tenía? Si no lo intentaba, de todos modos se iba a morir de hambre.
De manera que muy sigiloso, se acercó a una choza cuya ventana estaba abierta. Allí pudo ver a una mujer que mecía suavemente a un niño pequeño, el cual no paraba de llorar.
—Ya, ya —le decía, tratando de calmarlo—, que si no te duermes, con el lobo te llevaré y verás que pronto te va a comer.
Al lobo le sorprendió escuchar estas palabras.
«Bueno», pensó para sí, «eso no estaría nada mal. Así me quitaría esta hambre atroz».
Como el niño no se callaba, el lobo esperó pacientemente a que su madre saliera y se lo entregara. Las tripas le rugían más que nunca y su boca salivaba solo de pensar en como podría hundir sus dientes sobre la carne tierna del infante, llenándose tanto el estómago, que seguro no querría comer en los próximos tres días, por lo menos.
Pero las horas pasaron y aunque el pequeño no dejó de llorar, su mamá no tuvo intenciones de salir en ningún momento. Por el contrario, lo sentó a la mesa y le dio de comer amorosamente.
Luego, finalmente lo arropó y volvió a cantarle para que se calmara.
—Duerme mi niño, duerme profundamente, que si no te duermes, con el lobo te llevaré y verás que pronto te va a comer.
Y con esto, el chiquillo dejó de llorar y finalmente se quedó dormido. El lobo se apartó decepcionado de la ventana.
«Qué iluso he sido», volvió a pensar con amargura, mientras se retiraba de nuevo al bosque con la cola entre las patas, «debí saber que las palabras de esa mujer, aunque aterradoras, no eran ciertas. Los humanos son así, siempre dicen una cosa y terminan haciendo otra».
Ya encontraría algo que pudiera comer, si algún animalillo se descuidaba y salía de su madriguera.
Moraleja: No hay nada más grande que el amor que una madre puede sentir a su hijo. Muchas podrán asustar a los más pequeños con cuentos para que se comporten como deben, pero solo lo hacen por su bien. Los necios pueden confundir este tipo de palabras con amenazas de verdad, más una persona sensata sabe que una madre amorosa nunca haría nada que dañará a los suyos.
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