Fábulas de Esopo

Hermes y el escultor

En el Olimpo, existían numerosos dioses que estaba dedicados a diferentes artes, virtudes y elementos. Estaba Zeus, que era el padre de todas las deidades y el jefe supremo de aquel paraíso, su esposa Hera, que velaba por las madres. Estaba Afrodita, que era considerada la diosa de la belleza y el amor, Hades, quien cuidaba el Inframundo y Poseidón, que gobernaba sobre los mares. Entre todos ellos, había un dios que se encargaba de llevar sus mensajes a los hombres.

Su nombre era Hermes y nadie podía volar tan rápido como él. A menudo se lo podía ver intercambiando misivas entre el Olimpo y la Tierra, y ciertamente, él se sentía muy orgulloso de lo que hacía.

—Ser el mensajero de los hombres debe ser la tarea más importante del mundo —se dijo un día, dominado por la presunción—. ¿Qué harían sin mí todos ellos después de todo? ¿Qué harían los dioses sin mí? Apuesto a que soy tan amado como ellos en la Tierra.

Para comprobar esto, Hermes decidió adoptar la forma de un hombre y entró en una ciudad fingiendo ser un viajero. Quería comprobar cuando lo admiraban los seres humanos. Entró en el taller de un humilde escultor y vio con asombro que había tallado varias figuras de deidades.

—Es un admirable trabajo el que has hecho con todos estos dioses de piedra, viejo —le dijo Hermes.

—Se lo agradezco mucho, señor.

El dios se colocó junto a una estatua de Zeus, con una sonrisa astuta.

—¿Cuánto vale esta escultura? —preguntó.

—Esa la cuesta un dracma, señor —le respondieron.

Satisfecho con la respuesta, se volvió hacia una estatua de Hera, casi tan hermosa como la diosa real.

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—¿Y está de aquí? ¿Cuánto tengo que pagar por ella?

—Esa vale un poco más. Cuesta dos dracmas.

Los astutos ojos de Hermes brillaron de presunción. Si cobraban tanto por aquellas esculturas, sin duda la suya tendría que costar una fortuna. O al menos eso fue lo que pensaba, pues estaba a punto de llevarse una desagradable sorpresa.

—¡Qué bella es esta estatua! —exclamó con admiración— ¿Cuánto vale? ¡Debe costar demasiado!

—Oh no —dijo el escultor con una sonrisa—, esa no le cuesta nada. Es más, si compra las dos primeras, se lleva esa usted de regalo.

Ofendido por sus palabras, Hermes se retiró del taller y volvió al Olimpo, donde preguntó a Zeus cual podía ser el motivo de semejante falta de respeto.

—Te tienes demasiada estima, cuando realmente no conoces a los hombres —le dijo él—. Cuando llegues a esforzarte más por hacerles un bien, que por ser amado, ellos te van a adorar sin que tú busques ese afecto.

Moraleja: Lo que este cuento corto para niños nos enseña, es a que no debemos confiarnos demasiado en nuestra vanidad. Hay gente presumida que se lleva muchas desilusiones, pues cree que merece más aprecio del que realmente se ha ganado. Sé amable con el mundo sin esperar nada a cambio y los demás te amarán por quien eres.

Hermes y el escultor 1

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