La esposa de un hombre rico enfermó gravemente, la noche antes de Navidad en 1798, por lo que este llamó al médico. Cuando llegó el doctor, su esposa había muerto, o eso parecía. Su marido estaba tan afligido que se encerró en su habitación y no asistió al funeral al día siguiente. Los sirvientes de la casa llevaron el cuerpo de la mujer rica al Vicario que, en estado de ebriedad, llevó a cabo la ceremonia rápidamente. Un velo se colocó en su rostro, se bajó la tapa del ataúd y se cerró la verja de la iglesia.
Más tarde, esa noche, justo antes de que el clérigo se durmiera, recordó el hermoso anillo de esmeraldas en el dedo de la mujer que había dejado descansar. Deseando la joya y pensando que nadie lo descubriría, bajó las escaleras, abrió la tapa, la abrió y trató de sacar el anillo. No se movía. Corrió a buscar un cuchillo para cortar deslizarlo por su dedo. Cuando eso no funcionó, le cortó el dedo y le quitó el anillo. Antes de irse, se dio la vuelta para levantar la tapa de hierro y gritó a todo pulmón. Soltó el anillo y huyó. La mujer se había despertado, estaba gimiendo y sostenía su dedo cortado hacia él, con una sonrisa malvada en su rostro.
Llevando nada más que su fino vestido de seda, la mujer regresó a su casa, llamó a la puerta y tocó al timbre, mas fue en vano. Todos los sirvientes se habían ido a dormir, porque era tarde en la víspera de Navidad. Levantó una pesada piedra, la arrojó a la ventana de su marido y esperó. Le vio llegar a la ventana con una mirada triste en su rostro.
De repente, para su sorpresa, él gritó:
—Vete. ¿Por qué debes torturarme tanto? ¿No sabes que mi esposa acaba de morir? Déjame llorar y no vuelvas a molestarme.
Con esto cerró la ventana. No se dio cuenta de que era su mujer quien había arrojado la piedra a la ventana. Ella volvió a recoger otra roca, arrojándola hacia la ventana de nuevo. Su marido se asomó una vez más y ella le gritó:
—No soy nadie más que tu supuesta esposa muerta. Ahora ven aquí y abre esta puerta, a menos que quieras que muera por segunda vez en nuestro portal.
—¿Entonces eres un fantasma?
—No, porque los fantasmas no sangran. Ven aquí antes de que vuelva a morir de frío.
El hombre, con una expresión alegre en el rostro, bajó para encontrarse con su esposa y la llevó adentro, donde llamó al médico por segunda vez y le contó la noticia.
Mientras tanto, el clérigo corrió a su casa y subió las escaleras. Invadido por el miedo, se ahorcó colgándose del techo.
Si hubiera sabido que la mujer tan solo quería darle las gracias. No estaba muerto después de todo, solo había entrado en un coma profundo. Y en cuanto él le cortó el dedo, el dolor la despertó.
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