Érase una vez una reina que había enviudado y tenía una única hija, la cual era muy bella. Cuando la princesa creció, la prometieron en matrimonio con el príncipe del reino vecino. Al aproximarse la boda, la muchacha tuvo que viajar al castillo de su prometido, pero lamentablemente su madre no podía acompañarla.
—Soy ya demasiado vieja —le dijo, entregándole un hermoso pañuelo—, pero toma esto. Es un talismán en el que he vertido tres lágrimas y te protegerá de todo peligro.
La princesa abrazó a su madre y montó en su caballo fiel, llamado Falada. Iban con ella una joven sirvienta y una carroza que transportaba su ajuar para el casamiento.
Tras un rato de cabalgar, la princesa sintió mucha sed.
—Por favor, baja de tu caballo y toma mi copa de oro para traerme agua de aquel estanque —le dijo a su sirvienta.
Pero esta, que era una criatura malvada y ambiciosa, se negó.
—¡Si tienes sed, baja por el agua tú misma!
La princesa no quiso pelear y bajó de su caballo para beber del estanque. Como la criada no había querido pasarle su copa de oro, tuvo que usar las manos. Y en ese momento, del pañuelo que le había obsequiado su madre brotó una canción:
—Si tu madre esto supiera, su corazón se rompería.
Volvieron a cabalgar un rato más y la princesa volvió a sentirse sedienta. Cuando volvió a pedirle agua a su sirvienta, esta le respondió de la misma manera descortés y tuvo que bajar de su caballo de nuevo, para beber en un arroyo. El río arrastró su pañuelo sin que ella lo notara, pero la malvada criada sí que lo advirtió.
—¡Perdiste tu valioso talismán! —dijo— Ya verás la que te espera. Ahora, yo voy a ser la princesa y tú mi sirviente. Y si le cuentas esto a alguien, te mataré aquí mismo. ¡Júrame por tu vida que a nadie lo contarás!
La pobre princesa, temerosa, juró que guardaría silencio y entonces prosiguieron su camino hasta el palacio. Al llegar ante el rey fueron recibidas con todos los honores. La sirvienta se había disfrazado con los lujosos vestidos de la princesa, mientras que esta última se quedó de pie, afuera del castillo.
Desde la ventana, el rey la miró.
—¿Quién es esa joven tan hermosa? —preguntó.
—Es una pordiosera a la que recogí en el camino —dijo la usurpadora—, si les falta algún criado, pueden acogerla.
Y como el rey era un hombre piadoso, decidió darle un trabajo.
—Que ayude al pastorcito de los gansos.
Mientras tanto la impostora, temiendo que Falada contara toda la verdad, le habló al príncipe:
—Te ruego que le cortes la cabeza a ese caballo malo, que me ha molestado durante todo el viaje.
El verdugo de palacio le cortó la cabeza a Falada y al enterarse, la princesa se puso muy triste.
—Por favor —le dijo al verdugo—, te daré esta moneda de oro si colocas la cabeza del caballo en la puerta de la ciudad. así podrá verla todos los días, cuando vaya al campo a cuidar de los gansos.
Y así se hizo.
A la mañana siguiente, la princesa se fue con el niño de los gansos y pasaron junto a la cabeza de Falada.
—¡Ay de ti, mi buen amigo, que de una puerta estás colgado! —se lamentó la chica.
Y la cabeza le respondió:
—¡Ay de ti, linda princesa, hoy eres una sirvienta! Si tu madre esto supiera, su corazón se rompería.
Ambos pastores llegaron a la pradera, donde la princesa soltó sus cabellos para peinarlos. El niño se quedó atónito al ver la manera en la que brillaban al sol, como si fuesen de oro. Y al ver que quería tocarlos, la joven se puso a cantar:
—¡Vuela, vuela, viento amigo y llévate lejos el sombrero de este niño!
El viento le arrebató el sombrero al pastorcito y este tuvo que correr para recuperarlo. Para cuando lo tuvo de regreso, ya la princesa se había recogido el pelo y no pudo tocarlo.
Al siguiente volvió a suceder lo mismo. Las pastores pasaron a un lado de la cabeza de Falada y la chica se volvió a lamentar.
—¡Ay de ti, mi buen amigo, que de una puerta estás colgado!
Y la cabeza le respondió de nuevo:
—¡Ay de ti, linda princesa, hoy eres una sirvienta! Si tu madre esto supiera, su corazón se rompería.
En la pradera, la princesa se soltó el cabello para peinarlo. Y cuando el pastor lo quiso tocar, ella cantó como el día anterior:
—¡Vuela, vuela, viento amigo y llévate lejos el sombrero de este niño!
Una ráfaga de viento le quito su sombrero y el chiquillo corrió tras él. Para cuando regresó, ya la princesa se había recogido el cabello. El chico, muy enfadado al pensar que le estaban tomando el pelo, fue donde el rey para contarle las cosas tan extrañas que había visto.
—No me haga volver al campo con la nueva pastora —le suplicó.
Su majestad, pensativo, hizo llamar a la muchacha para pedirle explicaciones.
—No puedo contarle nada, pues he jurado por mi vida —dijo ella con angustia— que a ningún ser humano, ni siquiera a usted, contaría lo que me pasa.
Una y otra vez, el rey trató de convencerla, pero al ver que no iba a cambiar de opinión, tuvo una idea.
—Si no quieres contarme a mí lo que te sucede, ¿por qué no lo haces con esta arruinada chimenea? —y acto seguido salió de la habitación.
La princesa, al encontrarse a solas, se acercó a la chimenea y comenzó a llorar.
—Ya que no eres un ser humano, esto no romperá el juramento que hice —habló, entre lágrimas— y ya no lo soporto, ¡necesito tanto hablar con alguien! Estoy tan lejos de mi madre y soy ignorada por todos, a pesar de ser la princesa. Mi malvada sirvienta logró convertirme en pastora de gansos, y ahora es ella quien lleva mis vestidos y quien se va a casar con mi prometido. Juré no decir la verdad para que no me matara, pero si mi madre, la reina, supiera de esto, ¡el corazón se le rompería!
Lo que ella no sabía era que el bondadoso rey, en la habitación de al lado, estaba escuchando tras la chimenea y fue testigo de todos sus lamentos. Comprendiendo quien era la pastorcita, ordenó a sus criados que le buscaran un vestido nuevo y la arreglaran como era debido.
Una vez que la princesa volvió a ser ella misma, hizo llamar a su hijo para revelarle el engaño.
El príncipe se quedó deslumbrado al contemplar la belleza de su verdadera prometida.
—¡De no haberlo sabido a tiempo —exclamó—, me habría casado con esa desalmada!
Dicho esto, besó a su futura esposa con alegría.
La malvada sirvienta fue despojada de los vestidos de la princesa y encerrada en el calabozo. Allí permanece hasta ahora, lamentándose por el justo castigo a sus acciones.
En cuanto al príncipe y la princesa, al día siguiente se casaron y tuvieron una celebración que duró varios días. Fueron felices por largo tiempo y tuvieron varios hijos, y cuando el sabio rey falleció, gobernaron con justicia a todos sus súbditos.
Excelente anecdota