Cuentos Clásicos para Niños

Más que a la sal

Érase una vez, hace mucho tiempo, en un reino muy lejano, un rey con tres hijas. Él era un hombre bastante ordinario, a veces sabio, a veces tonto. Un día, el rey quiso saber cuánto lo amaban sus hijas. Así le preguntó a cada una:

—Hija mía, anhelo saber cuánto me amas. Dímelo por favor.

La primera hija en hablar fue la mayor.

—Yo te amo más que al oro o la plata, padre mío.
El rey estaba complacido de que ella lo amara más que a estas cosas tan valiosas, y le sonrió.

La segunda hija, habló a continuación.

—Padre, yo te amo más que los diamantes y las perlas, más que a los rubíes y las esmeraldas, o a cualquier otra gema.

Nuevamente, el rey se sintió complacido de ser amado más que cosas tan preciosas. Finalmente miró a la tercera y más pequeña de sus hijas.

—Padre, te amo más que a la sal —le dijo ella en voz baja.

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¿Más que a la sal? ¿Más que a la sal? El rey estaba disgustado. No podía creer que su hija lo hubiera comparado con algo tan común y grosero como la sal, después de todos los regalos que le había prodigado. Tal era su ira que la desterró del reino. La joven se fue sin decir una palabra, sin nada más que una pequeña caja de sal en el bolsillo. Viajó al reino vecino, donde trabajó como pastora.

Mientras tanto, en el reino de su padre sucedió algo extraño. Tan pronto como la princesa cruzó la frontera, toda la sal comenzó a desaparecer. Al principio, nadie se dio cuenta. Había sal para la carne, sal para la sopa, sal para el pan. Pronto, sin embargo, la gente se percató de que no entraba sal nueva en el reino. No importaba cuánto lo intentasen las caravanas, barcos o comerciantes gitanos, no podían llevar sal más allá de la frontera.

Al poco tiempo, el rey cayó enfermo. A medida que se debilitaba, los médicos reales se preguntaban qué podía estar mal. Finalmente, decretaron que el rey necesitaba sal o moriría. Hasta entonces, nadie sabía que la sal era necesaria para la vida. Los rumores de la difícil situación del rey llegaron más allá de las fronteras, de pueblo en pueblo, y finalmente a una simple cabaña de pastores. Cuando la princesa se enteró de la enfermedad de su padre fue a verlo. No llevaba nada más que la ropa que vestía y su caja de sal. Durante largos días caminó hasta llegar al palacio. Se dirigió a la habitación de su padre, donde él dormía a intervalos, cerca de la muerte.

La princesa lo besó en la mejilla y se sentó a su lado. Cortó un trozo de pan, lo untó con mantequilla y echó sal sobre él. Se las arregló para sentarlo y le acercó el pan. Volvió a dormir y se despertó poco después, sintiéndose algo más fuerte. La princesa pidió caldo, roció sal y animó al rey a comer. Él recuperó su fuerza lentamente, hasta recuperarse por completo. Lloró y abrazó a su hija.

—Hija, ¿puedes perdonar a un padre tonto?

—Por supuesto, padre. Te quiero —le dijo ella.

A partir de ese momento, la sal fluyó libremente al reino como antes y el rey nunca más volvió a menospreciarla. Ahora sabía que su hija más joven lo amaba más que las otras, porque cuando ella le dijo «te amo más que a la sal», quiso decir que lo amaba más que a la vida, lo cual, sin lugar a dudas, es un gran amor de verdad.

Más que a la sal 1

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