Manejando por el interior del país me sorprendió ver a unos niños jugar muy contentos pero sin zapatos. Luego pensé: «Es que ellos son del lugar. Deben estar acostumbrados a jugar así, sin zapatos». Yo crecí en un ambiente donde no falta nada material, ni juguetes y menos los zapatos. Me detuve, bajé del auto a observar a los niños y se me ocurrió jugar un rato con ellos, como cuando era niño y lo hacía en el colegio. Es más, les propuse hacer unas adivinanzas y les dije: «Al que adivina más, le compro un par de zapatillas y una pelota de fútbol». Hubieran visto esas caritas sucias de amplia sonrisa y de hermosos ojos azules. Lo que ellos no sabían es que esa era mi excusa para comprarles a todos un buen par de zapatillas.
En realidad no pude soportar la idea de pasar indiferente pensando que no tenían calzado y yo sí, cuando en mis manos estaba la posibilidad de resolver ese problema. Mi familia y yo tuvimos una gran empresa familiar de ropa para deportes y sabía del espíritu de mis padres. Los niños jugaron conmigo y al conocer al ganador pensé que estarían tristes, para mi sorpresa estaban muy contentos, lo que me partió el corazón mas aún. Me conmovió tanto ver la escena que les ofrecí más de lo que yo mismo pensé. Además del calzado les regalé el equipo completo de fútbol. No puedo explicar lo bien que me sentí. Nuestros padres tuvieron la sabiduría de no darnos todo y nos enseñaron que si vamos a ayudar a alguien que lo hagamos bien si está en nuestras posibilidades. Aquel día, aprendí que no hay nada mejor que ver feliz a un niño compartiendo un poco de lo que la vida sí me dio a mí. Ahora mis hijos y yo una vez al mes vamos a aquél lugar llevando algo que ellos puedan compartir.
Compartir es una de las mejores cosas de esta vida. Practiquémosla, ¿si?
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