Durante nuestra aventura anterior, vimos que Simbad había naufragado en una isla perdida en donde peleó con un gigante, el aterrador Polifemo. Así fue como se lo relató a aquel pobre carguero, que ahora acudía todos los días a su casa para escuchar sus historias, comer en su mesa y recibir grandes muestras de su generosidad en forma de monedas de oro.
Aquella tarde, Simbad tenía otra gran proeza que relatarle y el carguero no podía esperar para escuchar otro de sus maravillosos cuentos.
—A estas alturas sabrás que durante mi juventud, yo no era persona que se conformara con una vida ordinaria. A mí lo que me gustaba era el mar. Así que, aburrido nuevamente con mis deberes de comerciante, me conseguí un barco mejor que todos los anteriores que había tenido y me adentré en el océano.
De nuevo naufragué en una isla que, a diferencia de las anteriores, no estaba desierta. En ella habitaba una amenaza mucho peor que todas las que había enfrentado hasta entonces: caníbales.
Estas personas poseían una extraña mata, que hacían comer a sus víctimas para hacerles perder la razón, engordándolos para sus espantosos banquetes sin que opusieran resistencia. Pero yo, sabiendo lo que me esperaba, me negué a comer de esa planta, por lo que pronto los caníbales dejaron de interesarse en mí. Otros miembros de mi tripulación, que había naufragado conmigo, no pudieron resistir el hambre y comieron.
A ellos no les fue tan bien.
Aprovechando una distracción de los caníbales, escapé a través de la selva hasta llegar a una playa en donde fui rescatado por un barco de comerciantes de pimienta, que me llevaron a su país en otra isla cercana.
Allí, fui presentado con el rey, de quien pronto me hice un gran amigo al contarle todas mis historias.
Pronto, Su Majestad me ofreció una residencia muy confortable y una esposa muy bella. Pensé pues, que ya que lo tenía todo no tenía caso viajar de nuevo, y así me quedé en la isla por muchos años y fui muy feliz. Pero el destino me deparaba una horrible sorpresa.
Un día, mi mujer enfermó gravemente. A pesar de que vinieron a visitarla muchos médicos, fue imposible hacer nada por ella y murió de forma irremediable. Yo me encontraba desconsolado y como si eso no fuera suficiente, en ese momento me enteré de la macabra costumbre que poseían mis nuevos compatriotas: cuando en un matrimonio, una de las dos personas fallecía, enterraban el cuerpo en una caverna. Al lado del esposo vivo.
Fui encerrado en las cuevas junto a mi amada fallecida, con seis panes y solo un cántaro de agua. Y allí me quedé por días, racionando el líquido y el poco alimento que tenía, hasta que la suerte me volvió a sonreír.
Un enorme pájaro me mostró una gruta de salida por la que escapé hacia el mar, donde fui nuevamente rescatado y llevado hasta Bagdad…
Simbad le volvió a dar unas monedas al carguero, prometiendo continuar la historia al día siguiente.
CONTINUARÁ…
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