En el capítulo anterior de las aventuras de Simbad, leímos como nuestro protagonista quedaba encerrado en un valle poblado de serpientes, del que logró escapar con grandes riquezas gracias a su astucia y optimismo.
Volvió el carguero Simbad pues, a la casa de su homónimo, esperando escuchar más aventuras que le permitieran descubrir como se había hecho tan rico. Como de costumbre, comieron y bebieron amenamente, y después el antiguo marinero volvió a hablar.
—Me aburrí pronto de la vida de comerciante, como las veces anteriores, y me dispuse a tomar otro barco en Basora, para adentrarme en el mar acompañado de una nueva tripulación.
Quiso la suerte que llegáramos hasta una isla desierta en medio del océano, que al principio creíamos inofensiva pero que estaba habitada por una gran amenaza. Un gigante monstruoso de color negro, cuyas extremidades tenían apariencia humana a diferencia de su rostro. Únicamente había en él un solo ojo, enorme y ardiente como una brasa de fuego, tenía una mandíbula poblada por colmillos de jabalí y orejas que colgaban sobre sus hombros como las de un elefante. Sis labios, similares a los de un camello, colgaban también hacia afuera exponiendo todos sus dientes.
El cíclope atacó a mi tripulación, logrando devorar a algunos de mis hombres, de modo que rápidamente pensé en un plan de acción. Por mi tamaño no podría vencerlo usando la fuerza, pero ya había aprendido que en situaciones peligrosas, la astucia es lo más importante.
Encendí una antorcha y me acerqué al gigante, viéndome atrapado por una de sus grandes manos. Justo cuando estaba por comerme, alcé el fuego y lo arrojé sobre su ojo, cegándolo. El monstruo daba alaridos y se retorcía en el suelo. Me había soltado ya, entonces corrí hacia mi barco nuevamente, con los hombres que me quedaban, listos para escapar de la isla.
Visitamos muchos otros lugares, en los cuales nos topamos con obstáculos menores; como una gruesa pitón que a punto estuvo de estrangularme y de la que me escapé por los pelos.
Al final de mi tercera travesía, habíamos acumulado tantas riquezas como las que me habían obsequiado en mi primer viaje y la que por suerte encontré en el valle de las serpientes. Así que decidí regresar una vez más a Bagdad para disfrutar de ellas y recompensé a mis hombres muy generosamente.
A mi vuelta también decidí ayudar a los necesitados. Las viudas y los huérfanos recibieron limosna en abundancia, y los templos se llenaron de monedas de oro en agradecimiento.
Otra vez era comerciante, vestía bien y tenía banquetes todos los días. Pero como ya debes sospechar mi buen amigo, el ansía de aventura continuaba en mi sangre, por lo que fue cuestión de tiempo antes de que me embarcara de nuevo en otra gran travesía. Más eso es una historia para otra ocasión.
Dicho esto, Simbad volvió a sacar algunas monedas para pagarle al carguero por escuchar y lo despidió como de costumbre, advirtiéndole que se verían al día siguiente.
CONTINUARÁ…
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