Erase una vez un asno que disfrutaba de pasear distraídamente entre los pastizales. A menudo solía escaparse ahí para retozar cuando el amo no le daba trabajo, pues vivía en una granja donde se le usaba para jalar el arado o transportar al dueño. Como no eran demasiado exigentes con él, vivía tranquilo y feliz, pues tenía un techo bajo el cual dormir y comida todos los días.
Lo único que le reprochaban los otros animales, era el ser tan despreocupado cuando se iba a caminar solo. Había depredadores en las afueras y si se acercaban demasiado, podrían hacerlo pedazos. Pero esto al asno no le importaba, ya que siempre pensaba que estaban muy lejos.
—Si de verdad hubiera depredadores, hace mucho que estaría muerto —comentaba indolentemente para sí mismo, mientras seguía disfrutando de las praderas que tanto le gustaban.
Estaba por comprobar cuanto se equivocaba de la manera más amarga posible.
Aquel día, el asno se dirigió a su sitio favorito entre los pastizales. Estuvo ahí jugando un rato, hasta que de pronto se sintió observado. Al voltear casi se lleva un susto. Había un enorme león a pocos metros de él y tenía una mirada hambrienta en sus ojos. Al principio, el asno se paralizó. Luego, echó a correr lo más rápido que pudo, con la bestia pisándole los talones.
El asno gritó tan fuerte que, desde la granja, el gallo pudo escucharlo y entonces soltó un estridente cacareo. El sonido fue tan inesperado, que el león se detuvo a punto de alcanzar al asno y entonces, pensando que los granjeros lo habían descubierto, emprendió la retirada.
Su presa se quedó tan estupefacta al ver aquello. ¿Cómo era posible que un pequeño gallo pudiera espantar de esa manera a un león. Sintió vergüenza, ya que él, que era más grande, no había hecho otra cosa que echarse a correr. Y entonces, envalentonado por el sentimiento, volvió a correr detrás de él sin pensarlo dos veces y le gritó con bravuconería.
—¡Eh, tú! ¿Dónde vas? ¡Vamos a ver si ahora puedes conmigo, león cobarde!
Y aquellas fueron las últimas palabras que el desdichado animal pudo soltar, pues en ese instante, el león se volvió hacia él y lo mató de dos zarpazos. Luego lo devoró con gusto y volvió a perderse entre la inmensidad del bosque.
Cuando el granjero encontró los restos del asno, le dio sepultura y todos los demás animales se lamentaron resignados.
—Pobre amigo —dijo el gallo—, si tan solo no hubiera sido tan tonto como para correr detrás de aquel león. Hice lo que pude para ayudarlo, pero desgraciadamente, no hay peor locura que la de un necio.
Desde entonces, sus compañeros se anduvieron todavía con más cuidado y sensatez en los alrededores.
Moraleja: A veces admiramos a otros por sus cualidades, sin tener en cuenta que no necesariamente tienen que ser las nuestras. Nunca trates de ser como nadie más, pues no hay mejor papel para representar en esta vida que el de ti mismo.
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