Este era un zapatero muy humilde, cuyo negocio no iba bien. Una noche fría de invierno, gastó los pocos centavos que tenía en comprar algo de cuero y le dijo a su esposa que fabricaría un par de zapatos por la mañana, para intentar venderlos. Con lo que le pagaran podrían comprar comida.
Dicho esto, dejó el cuero sobre una mesa junto a sus tijeras y todo lo que usaba para elaborar zapatos. Se fue a dormir y a la mañana siguiente, cuando despertó, se llevó una gran sorpresa.
Alguien había dejado unos zapatos preciosos en la mesa, hechos con el cuero que había depositado por la noche. Estaban tan bien rematados y fabricados, que cuando los puso en su escaparate, un hombre muy acaudalado se encaprichó al instante con ellos. No solo pagó al zapatero su precio sin poner réplicas, sino que le dio unas cuantas monedas de oro a manera de propina, por el excelente trabajo.
El zapatero, muy contento, pudo comprar comida y bastante cuero como para hacer otros dos pares de zapatos. Su esposo también se sentía muy feliz.
—Esta noche cenaremos como reyes —le dijo.
Tuvieron una cena deliciosa y antes de retirarse a la cama, volvieron a dejar el cuero sobre la mesa.
Cuando se levantaron, había dos pares de zapatos tan bellos como el anterior, perfectamente hechos y que el zapatero pudo vender en un santiamén. Compró entonces cuero para hacer cuatro pares de zapatos y la historia se repitió.
A diario, misteriosamente aparecían zapatos nuevos en su mesa, que la gente se moría por comprar.
El tiempo pasó y el zapatero y su esposa prosperaron, amasando una gran fortuna con la venta de sus zapatos. Varios años después, cerca de la Navidad, la esposa le dijo al zapatero que se quedaran velando una noche, para ver quien les hacía los zapatos.
Así lo hicieron y vieron salir de un agujero a varios duendecitos desnudos, que al ver el cuero y las herramientas, se dirigían saltando para ponerse a trabajar, muy eficaces.
—Pobrecitos —murmuró la esposa del zapatero—, trabajan sin descanso para nosotros y ni ropa llevan. Deben tener frío. Les voy a coser unos pantalones y abrigos para recompensarlos por todo lo que nos ayudan.
Dicho esto, elaboró unas ropas diminutas y muy calientitas, que les dejó sobre la mesa durante Nochebuena, luego de que ella y su marido tuvieran una gran cena. Cuando los duendecillos vieron aquellos regalos se pusieron muy felices, se vistieron y bailaron de alegría. Pero como esa vez el zapatero no había dejado cuero, pensaron que ya no había trabajo por hacer y salieron de la casa para no volver más, elegantemente vestidos.
A pesar de todo, la bondadosa pareja siempre les recordó con cariño y agradecimiento. Tenían ya suficiente dinero para vivir sin trabajar por el resto de los días, y para ser generosos con quienes más lo necesitaban.
Todas las Navidades no dejaron de hacer caridad con los pobres, recordando que ellos también habían sufrido.
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