Había una vez, en un bosque muy recóndito, un grupo de animalitos que se encontraron con un bebé en medio de la nieve. Sorprendidos y muy conmovidos al verlo tan solo, decidieron colocarlo en una madriguera para que no tuviera frío. Ahí, le llevaban bayas y leche para alimentarlo, y le enseñaron a reconocer todos los lenguajes de las criaturas que vivían allí.
Aquel niño se convirtió en un chiquillo muy travieso al que le encantaba el invierno. Las arañas se habían encargado de tejerle un traje de seda, musgo y hojas, para que pudiera jugar entre la nieve sin sentir frío. Los zorros por su parte, le enseñaron a recolectar frutos secos para alimentarse.
Con el tiempo, el sabio búho también le enseñó a fabricar todo tipo de pociones y a practicar magia, pues es bien sabido que estos animales conocen todo tipo de secretos.
Al enterarse de esto, los malvados goblins decidieron secuestrarlo para que les mostrara su magia, sin sospechar que el pequeño era más astuto que ellos. Les dijo que lo llevaran hasta un enorme lago congelado, en el que podrían ver el reflejo del sol y apropiarse de todos sus poderes.
Los duendecillos lo condujeron hasta la laguna, que resplandecía como una gema helada ante los rayos solares.
Allí, el chico quiso engañarlos para que caminaran sobre el hielo, sabiendo que este se rompería bajo su peso y ellos se perderían en las aguas. Pero en el último momento, al darse cuenta de la trampa, uno de ellos lo tomó por el pie y se lo llevó consigo, ahogándose todos en las profundidades.
Los animales se dieron cuenta de esta y sacaron a su pequeño del largo, pero era demasiado tarde. Su piel estaba completamente azul y la escarcha se había pegado a sus cabellos, sumiéndolo en un sueño interminable. Muy tristes, acudieron con el viejo búho, para ver si él podía despertarlo.
—Su cuerpo no podrá soportar tanto frío, así no podrá despertar jamás —dijo él—, pero no se preocupen, porque se bien lo que hay que hacer.
Mandó a que los animalitos construyeran un muñeco de nieve y así, usando una de sus pócimas, hizo que el niño despertara en aquel nuevo cuerpo, tan blanco como el invierno. Las criaturas del bosque lo llamaron Jack Frost y a partir de entonces, solo esperaban con emoción los últimos meses del año para verlo aparecer.
Cada vez que las nevadas se hacían intensas, notaban una silueta redonda y familiar deslizándose por las praderas. Jack Frost se acercaba de vez en cuando al pueblo y soplaba sobre los cristales de las ventanas, formando hermosos copos de nieve que a los niños encantaban. También formaba estalactitas de hielo en los techos de los hogares y hacía a los más pequeños reír con sus ocurrencias.
Desde entonces, cada vez que hace frío y las navidades se acercan, se habla de él como de Santa Claus o los Reyes Magos.
Si tienes suerte, tú también podrías verlo en invierno.
¡Sé el primero en comentar!