Había una vez un comerciante muy acaudalado que tenía tres hermosas hijas. La más linda y delicada de todas era la menor, a la cual los aldeanos de su pueblo llamaban Bella, por su belleza y sencillez. Sus hermanas mayores, envidiosas de su aspecto y su bondad, siempre la trataban de tonta porque ella prefería quedarse en casa a leer y tocar música en el piano, en lugar de ir a fiestas como ellas para encontrar marido.
Cuando la mala fortuna tocó a la puerta del mercader, este lo perdió todo y tuvo que mudarse con las muchachas a una humilde casita del campo, donde tendrían que trabajar la tierra para vivir.
Desde el primer momento, las mayores se negaron, diciendo que no se estropearían las manos rebajándose a laborar como campesinas. Pero Bella, que era más comprensiva y quería ayudar a su padre, dijo que ella sembraría la tierra con gusto.
—Al fin y al cabo, con lujos y sin ellos puedo ser feliz —decía.
Y desde entonces fue ella quien hizo de todo en su nuevo hogar: preparar el arado, lavar la ropa, cocinar la comida y limpiar la casa. Sus hermanas en vez de agradecerle se burlaban con más ahínco.
Un día, su padre tuvo que salir de viaje para recuperar algunas mercancías que un barco acababa de traer para él, con retraso. Pensando que estaban a punto de volver a ser ricas, sus hijas mayores no dudaron en pedirle todo tipo de joyas, vestidos y zapatos para volver a engalanarse. Cuando el hombre le preguntó a Bella que le gustaría que le trajera, ella pidió algo muy distinto.
—Tráeme únicamente una rosa, papá. Pues en nuestro jardín no crece ninguna.
Su padre le prometió que se la buscaría y montando en su caballo, partió rumbo al muelle. Por desgracia, las mercancías que recuperó eran muy pocas y no le permitirían devolver a su hija la antigua vida de comodidades que llevaban. Muy desanimado y cansado, el pobre comerciante regresaba a casa cuando una fuerte tormenta se desató, impidiéndole seguir su camino.
Tras buscar refugio, se encontró con un magnífico palacio en lo más profundo del bosque, atraído por la luz que brillaba desde una de las ventanas. Aliviado, el mercader entró con su caballo y como encontrara la puerta abierta, se tomó la molestia de sentarse frente al fuego para calentarse.
Al instante apareció ante él una taza de chocolate caliente y una fuente con una cena suculenta. Pensó entonces, que el castillo debía pertenecer a un hada noble que le estaba permitiendo pasar la noche en su casa.
El comerciante le dio las gracias en voz alta y con mucha hambre, se dispuso a cenar frente a la chimenea. Al subir al segundo piso del palacio, una puerta se abrió ante él invitándolo a entrar en un elegante dormitorio. Entonces se quitó sus ropas mojadas, se puso el camisón de dormir que lo esperaba en la cama y se acostó, pensando en que vería a sus hijas al día siguiente.
CONTINUARÁ…
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