Hace mucho tiempo había una familia muy pobre, que tenía una niña pequeña. Se acercaba la Navidad y un día, el padre se molestó mucho con ella, pues había tomado un papel para envolver regalos sin permiso. El papel era muy bonito y muy caro, pero ella lo había desperdiciado sin preguntarle antes.
—¡Tonta! —la regañó— ¿No sabes cuánto cuesta ese papel cómo para que estés jugando con él? ¡Fuera de mi vista! No te quiero ver.
La niña se fue a su habitación con lágrimas en los ojos.
A la mañana siguiente, su padre estaba desayunando cuando se acercó tímidamente, llevando una cajita en las manos.
—Toma papá, este regalo es para ti.
En ese momento, el hombre se arrepintió de haberle gritado el día anterior y tomo el obsequio. Sin embargo, su enfado regresó al abrirlo y darse cuenta de que estaba vacío.
—¿Pero qué clase de broma es esta? —preguntó, mirando a su hija de manera amenazante— ¿Eres tonta acaso? ¿No sabes que cuando uno da un regalo, no debe entregar la caja vacía?
—Pero no está vacía, papá —le dijo ella con tristeza—, anoche, antes de envolverla, le puse muchos besitos hasta que se llenó por completo.
Al escuchar a la pequeña, su padre se enterneció y se sintió muy culpable por haber sido tan cruel. Le pidió perdón y la abrazó, conmovido con el regalo. A partir de ese día, se prometió que nunca volvería a enojarse con ella por cosas tan superficiales como el papel o los regalos.
Los años pasaron. La niña creció, se casó y se fue de casa para formar su propia familia. Cuando su padre, ya anciano, a veces se sentía muy solo, sacaba aquella cajita y tomaba un beso imaginario. No había obsequio más bello que pudiera haber recibido.
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