Cuentos de Hadas

La princesa y el guisante

Érase una vez un príncipe que se había propuesto encontrar a la esposa perfecta. Quería casarse con una mujer que fuera hermosa y delicada, valiente y con un gran corazón. Así, viajó por todo el mundo hasta las lejanas tierras de China y Persia, reinos exóticos en África y todos los se conocían en Europa, sin encontrar a ninguna candidata.

Todas las princesas ansiaban ganarse su corazón pero él no pudo enamorarse de ninguna. Así que volvió, decepcionado, a su gran palacio donde sus padres le esperaban.

—No te preocupes, hijo mío —lo tranquilizó la reina—, un día de estos encontrarás a la princesa indicada.

Y con esto se fueron a dormir. Era una noche lluviosa y muy fría, en la que todos los habitantes de palacio se acurrucaron en sus mantas junto al fuego. De pronto, alguien tocó a la puerta del castillo.

—¿Quién podrá ser a estas horas? —dijo el rey levantándose para abrir, pues el ruido era muy insistente y no iba a dejar dormir a nadie.

Al abrir se encontró con una muchacha muy hermosa y de largos cabellos como el oro. Estaba completamente empapada de pies a cabeza, y traía los zapatos húmedos y llenos de barro.

—¿Qué haces afuera en una noche tan terrible, hija mía? —le preguntó el rey.

—Soy una princesa —respondió ella.

Su Majestad desde luego que no le creyó. La chica era bella, pero sus ropas tenían un aspecto lamentable y no veía afuera ningún carruaje.

—Necesito un lugar para pasar la noche —pidió la desconocida.

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Y a pesar de sus sospechas, el rey la dejó entrar pues la tormenta era terrible. Los sirvientes le prepararon un baño caliente y ropas cómodas, y mientras la princesa cenaba, la reina y sus doncellas se encargaron de preparar una habitación para ella.

—Esa chiquilla dice que es una princesa —dijo la reina al arreglar la cama—, pues vamos a averiguarlo.

Sacó un guisante de entre sus ropas y lo colocó bajo el colchón. Luego puso encima otros diez colchones, tan suaves y mullidos que nadie hubiera puesto reparo en dormir en ellos. Menos notar que escondían un guisante.

—Solo una princesa auténtica y con el cuerpo tan delicado como el de una flor, podría darse cuenta de que hay algo tan pequeñito debajo de su cama —dijo la esposa del rey, terminando de colocar las sábanas.

La princesa agradeció las atenciones y se quedó a dormir aquella noche. A la mañana siguiente, salió envuelta en una bata de seda para acompañar al rey y la reina a desayunar.

—Buenos días, querida —la saludó la reina—, ¿dormiste bien anoche?

—Me temo que fue posible —contestó la princesa—, la cama que me dejaron era magnífica, pero toda la noche estuve revolviéndome a causa de algo diminuto bajo los colchones. ¡Qué incomodidad!

Los reyes se dieron cuenta entonces de que decía la verdad, pues solo una persona de sangre azul podría ser tan delicada de piel. Y el príncipe, al verla, se enamoró de ella y supo que su búsqueda había terminado.

La princesa y el guisante 1

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