Había una vez dos gemelos llamados Ésau y Jacob, que eran hijos de Isaac y Rebeca, y nietos de Abraham, el gran padre de las doce tribus de Isreal. Ésau, el mayor, era un cazador muy hábil y el favorito de su padre, pues gracias a sus habilidades con el arco y la flecha, siempre podía proveer a su familia de buenas presas para comer.
Rebeca sin embargo, tenía como favorito a Jacob, pues tenía un carácter más dulce y tranquilo. Nunca le importaba ayudarle con las tareas de la casa y era amable con todo el mundo.
Aunque tenían personalidades muy diferentes, ambos eran muy buenos amigos. Pero Ésau, por ser quien había nacido primero, sería quien recibiera la bendición de su padre para poseer todas las tierras que le pertenecían, algo que él consideraba un gran honor.
Un día, volviendo de cazar, Ésau se encontró muy hambriento. Tanto así, que no quería esperar a que su madre guisara los animales que había cazado.
Entrando a su casa se encontró con Jacob, que estaba a punto de comer un delicioso plato de lentejas. Las lentejas estaban tan calientitas y despedían un olor tan suculento, que inmediatamente hicieron gruñir el estómago del gemelo mayor.
—¿Qué quieres por ese plato de lentejas? —le preguntó a su hermano, sin despegar la vista de su comida.
Jacob se lo pensó un momento.
—Quiero que me cedas tu derecho como primogénito a recibir la bendición de padre. Si te doy mis lentejas, en el futuro seré yo quien herede todas sus tierras.
—Trato hecho —dijo Ésau sin pensarlo mucho y abalanzándose sobre las ricas lentejas, que comió con gran deleite.
Obviamente no había tomado en serio lo dicho por su hermano.
Pero cuando años después, llegó el momento de asumir su herencia, su padre se dirigió a Jacob en vez de a él y eso lo enfureció muchísimo. Tomó su arma para matar a su hermano y al ver esto, su madre se preocupó mucho. Rebeca entonces se dirigió a Dios para que actuara sobre el corazón de su hijo, recordándole lo mucho que amaba a su hermano.
—Por favor Señor, no permitas que Ésau cometa el peor pecado de todos.
Al llegar a casa de su hermano y verlo tan contento por su herencia, Ésau no tuvo valor de acabar con su vida. No recordaba la última vez que lo había visto tan feliz.
Desechó entonces todo el odio y la envidia que habían entrado en su corazón, y felicitó a su hermano por sus nuevas tierras, respetando el acuerdo que habían hecho. Y como Jacob también lo amaba, aceptó que Ésau siguiera viviendo en sus terrenos y siguieron siendo hermanos y buenos amigos.
Tiempo después, Jacob viajó a las tierras de Harán y se casó con una mujer muy bondadosa que vivía allí, como le había aconsejado su padre.
Los dos tuvieron varios hijos a los que siempre les inculcaron amarse los unos a los otros, como Dios mandaba hacer a todos los hombres.
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