Hace mucho, mucho tiempo, había una gran llanura llamada Adachigahara, en la provincia de Mutsu en Japón. Se decía que este lugar estaba embrujado por un duende caníbal que tomó la forma de una anciana. Los viajeros que pasaban por ahí desaparecían y nunca más se sabía de ellos. Las ancianas que rodeaban los braseros de carbón por las noches, y las chicas que lavaban el arroz de la casa en los pozos por las mañanas, susurraban historias terribles sobre como las personas desaparecidas, habían sido atraídas a la cabaña del duende y devoradas. Nadie se atrevía a aventurarse por allí después del atardecer, y todos los que pudieron, lo evitaron durante el día, advirtiendo a los viajeros sobre el temible lugar.
Un día, cuando el sol se ponía, un sacerdote llegó a la llanura. Era un viajero tardío, su túnica indicaba que era un peregrino budista que caminaba de un santuario a otro, para rezar por alguna bendición o suplicar perdón por los pecados. Aparentemente había perdido el rumbo y, como era tarde, no había nadie que pudiera mostrarle el camino o advertirle sobre el sitio embrujado.
Había caminado todo el día estaba cansado, hambriento y sentía frío, ya que eran finales de otoño. Como ansiaba encontrar una casa donde pudieran darle alojamiento. Perdido en medio de la gran llanura, buscó en vano alguna señal de presencia humana.
Finalmente, después de deambular por algunas horas, vio un grupo de árboles en la distancia, y a través de los árboles el destello de un solo rayo de luz. Exclamó con alegría:
—Oh ¡seguro que es una cabaña donde me pueden alojar esta noche!
Sin perder de vista la luz ante de sus ojos, arrastró sus pies cansados y doloridos tan rápido como pudo y pronto llegó a una pequeña cabaña de aspecto miserable. Al acercarse, vio que se encontraba prácticamente derrumbada, la cerca de bambú estaba rota y las malas hierbas y la hierba se abrían paso a través del jardín. Las pantallas de papel que sirven como ventanas y puertas en Japón, estaban llenas de agujeros, y los postes de la casa doblados a causa del tiempo; apenas parecían capaces de soportar el viejo techo de paja. La cabaña se hallaba abierta y, a la luz de una vieja linterna, una anciana hilaba laboriosamente, sentada en el suelo.
El peregrino la llamó a través de la cerca de bambú y le dijo:
—¡Oh Baa San (anciana), buenas noches! ¡Soy un viajero! Disculpe, pero he perdido el rumbo y no sé qué hacer, ¡ no tengo dónde descansar esta noche. Te ruego que seas lo suficientemente buena como para dejarme pasar la noche bajo tu techo.
La anciana, tan pronto como lo escuchó, hablar dejó de hilar, se levantó de su asiento y se acercó al intruso.
—Lo siento mucho por ti. De hecho, debes estar angustiado por haberte perdido en un lugar tan solitario y tan tarde en la noche. ¡Desafortunadamente no puedo alojarte, porque no tengo cama que ofrecerte, y no hay alojamiento para un huésped en este pobre lugar!
—Oh, eso no importa —dijo el sacerdote—. Todo lo que quiero es refugiarme bajo un techo para pasar la noche, y si fueras lo suficientemente buena como para dejarme acostarme en el piso de la cocina, te lo agradeceré mucho. Estoy demasiado cansado para caminar más esta noche, así que espero que no me rechaces, de lo contrario tendré que dormir en la llanura fría.
Y así presionó a la anciana para que lo dejara quedarse.
Parecía muy reacia, pero finalmente dijo:
—Muy bien, te dejaré quedarte aquí. Solo puedo ofrecerte una muy mala bienvenida, pero entra ahora y haré una fogata, porque la noche es fría.
El peregrino estaba demasiado contento y no tuvo reparo en hacer lo que le dijeron. Se quitó las sandalias y entró en la cabaña. Luego, la anciana trajo algunos palos de madera y encendió el fuego, ordenando a su invitado que se acercara y se calentara.
—Debes tener hambre después de tu largo viaje —le dijo—. Iré a preparar la cena para ti.
Luego fue a la cocina a cocinar arroz.
Después de que el sacerdote hubo terminado su cena, la anciana se sentó junto a la chimenea y conversaron durante mucho tiempo. El peregrino pensó para sí mismo que había tenido mucha suerte de encontrarse con una anciana tan amable y hospitalaria. Finalmente, la madera cedió y, cuando el fuego se apagó lentamente, comenzó a temblar de frío, tal como cuando había llegado.
—Veo que tienes frío —dijo la mujer—. Saldré y recogeré algo de madera, porque la hemos usado toda. Debes quedarte y cuidar la casa mientras yo esté fuera.
—No, no —dijo el peregrino—, déjame ir a mí, porque eres vieja, ¡y no puedo pensar en dejarte salir a buscar madera para mí esta noche fría!
La anciana, sin embargo, sacudió la cabeza.
—Debes quedarte en silencio aquí, porque eres mi invitado —entonces ella lo dejó y salió, regresando al cabo de un minuto—. ahora quédate sentado donde estás y no te muevas, pase lo que pase no te acerques ni mires a la habitación de atrás. ¡Haz caso de lo que te digo!
—Si me dices que no me acerque a la habitación de atrás, por supuesto que no lo haré —respondió el sacerdote, bastante desconcertado.
La anciana salió de nuevo y él se quedó solo. El fuego se había apagado, y la única luz en la cabaña era la de una linterna tenue. Por primera vez, esa noche, comenzó a sentir que estaba en un lugar extraño, y rememoró las palabras de la anciana, despertand su curiosidad y miedo.
«Hagas lo que hagas, no mires a la habitación de atrás»
¿Qué podría haber en esa habitación que no deseaba que él viera? Durante un breve momento, el recuerdo de su promesa lo mantuvo quieto, pero al final no pudo resistir la curiosidad por espiar el lugar prohibido.
Se levantó y se dirigió lentamente hacia la trastienda. Luego, la idea de que la anciana se enojaría mucho con él si la desobedecía, lo hizo regresar a su lugar junto al fuego.
A medida que pasaban los minutos y la mujer no regresaba, comenzó a sentirse cada vez más asustado y a preguntarse qué terrible secreto había en la habitación detrás de él. Debía averiguarlo.
“Ella no sabrá que he mirado a menos que se lo diga. Voy a echar un vistazo antes de que vuelva ”, pensó.
Con este propósito se puso de pie, (ya que había estado sentado en todo este tiempo a la moda japonesa, con los pies debajo de él) y se arrastró sigilosamente hacia el lugar prohibido. Empujó con manos temblorosas la puerta corredera y miró dentro. Lo que vio, congeló la sangre en sus venas. La habitación se encontraba llena de huesos de hombres muertos, las paredes y el suelo estaban salpicados de rojo. En una esquina, una pila de calaveras sobre otras calaveras se elevaba hasta el techo, en la otra había un montón de huesos de brazos y en otra un montón de huesos de piernas. El repugnante olor provocó que se desmayara. Cayó hacia atrás con horror, y por un instante yació derrumbado en el suelo, muerto de miedo. Temblaba de los pies a la cabeza, sus dientes castañeteaban, y apenas podía arrastrarse lejos del lugar espantoso.
—¡Qué horrible! —gritó—. ¿A qué horrible guarida he venido a parar? Que Buda me ayude o estoy perdido. ¿Es posible que esa amable anciana sea realmente el duende caníbal? ¡Cuando regrese, se mostrará en su verdadera piel y me comerá de un bocado!
Con estas palabras, su fuerza volvió a él y, agarrando su sombrero y su bastón, salió corriendo de la casa tan rápido como sus piernas se lo permitieron. Se internó en la oscuridad de la noche, su único pensamiento era llegar lo más lejos posible del refugio del duende. No había llegado muy lejos cuando escuchó pasos detrás de él y una voz que gritaba:
—¡Alto! ¡Detente!
Siguió corriendo, redoblando la velocidad, fingiendo no escuchar. Mientras corría, oyó que los pasos detrás de él se acercaban cada vez más rápido, y por fin reconoció la voz de la anciana, que se hacía cada vez más fuerte a medida que se acercaba.
—¡Detente! ¡Detente, hombre malvado!, ¿por qué miraste a la habitación prohibida?
El sacerdote olvidó lo cansado que estaba y sus pies volaron sobre el suelo más rápido que nunca. El miedo le dio fuerzas, porque sabía que si el duende lo atrapaba pronto sería una de sus víctimas. Con todo su corazón repitió la oración a Buda:
«Namu Amida Butsu, Namu Amida Butsu».
En un momento dado se atrevió a mirar por encima del hombre a la horrible vieja, su cabello volaba en el viento, y su rostro había cambiado al del demonio que era. En su mano llevaba un cuchillo grande manchado de sangre, y todavía gritaba detrás de él:
—¡Alto! ¡Detente!
Por fin, cuando el sacerdote sintió que no podía correr más, amaneció y con la oscuridad de la noche, el duende desapareció y estuvo a salvo. Ahora sabía que había conocido al duende de Adachigahara, esa historia que había escuchado a menudo pero que nunca creyó que fuera verdad. Sintió que debía su maravilloso escape a la protección de Buda, a quien había rezado por ayuda, por lo que se arrodilló en el suelo e inclinó la cabeza cuando salió el sol, pronunció sus oraciones e hizo su acción de gracias con fervor.
Finalmente se dirigió a otra parte de Japón, contento por dejar atrás la llanura embrujada.

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