Un lobo vivía en lo más profundo del bosque, cazando animales para alimentarse. Todos le temían y procuraban no acercarse a él; aunque no siempre podían escapar de sus feroces fauces. Un día, la bestia salió a cazar como de costumbre y se dio un verdadero festín, ¡nada le gustaba más que la carne! Pero había estado comiendo con tanta avidez, que cuando menos se lo esperaba, un hueso se le atascó en la garganta. Por más que tragaba, no podía subirlo ni bajarlo, y, por supuesto, no podía seguir comiendo.
Naturalmente, ese era un terrible castigo para un lobo tan codicioso. Entonces se le ocurrió una idea.
El lobo se apresuró a ir con la grulla. Estaba seguro de que ella, con su largo cuello y su pico estilizado, podría alcanzar fácilmente el hueso y sacarlo de su garganta. El ave se asustó muchísimo al verlo, sin embargo, él la convenció de acercarse.
—Te recompensaré muy generosamente —le dijo—, si me sacas este hueso que me está molestando.
La grulla, como era de esperarse, se sentía muy incómoda de solo pensar en meter la cabeza en la garganta de un lobo. Sin embargo, ella era amable por naturaleza y le costaba mucho decir que no a los demás, así que hizo lo que el lobo le pidió.
Apenas sintió él que el hueso se había ido, comenzó a alejarse.
—¡Espera! ¿Qué hay de mi recompensa? —le gritó la grulla con ansiedad.
—¡¿Qué?! —gruñó el lobo, dándose la vuelta para mirarla con desdén— ¿Es que no te basta con que te deje sacar la cabeza de mi boca sin arrancártela de un mordisco?
Moraleja: No esperes recibir recompensa por servir a los malvados, pues quien es traidor por naturaleza, no le dará las gracias ni siquiera a quien lo ha ayudado.

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