En una casa vivían dos animales que eran muy perezosos. El mono, al que solo le importaba jugar y perder el tiempo, haciendo travesuras que irritaban a sus amos, y el gato, el cual en vez de cazar ratones se ponía a comer sin control y a dormir todo el día. Así pasó el tiempo y ninguno de los dos fue corregido jamás. Cualquier día sus dueños perdían la paciencia y los echaban a ambos.
Un día, la señora de la casa se puso a asar unas castañas en la chimenea para su familia y atraído por el olor, el mono quiso sacarlas del fuego para sí.
—¿Ya viste eso, amigo mío? —le dijo al gato para llamar su atención, pues sabía bien que con lo goloso que era, no dudaría en hacerle caso— Mira que ricas se ven esas castañas, y pensar que se las van a comer esos mezquinos sin darnos una sola. ¡Ha llegado la hora de dar un gran golpe! ¿No lo crees?
—¿Un gran golpe? —preguntó el gato bostezando.
—Sí, sí, con esas garras que tú tienes y mi gran inteligencia, ya verás como vamos a poder darnos un banquete de lo mejor —dijo el mono maliciosamente—. Solo tienes que actuar rápido y podremos escabullirnos antes de que se den cuenta.
Poniendo manos a la obra en un instante, el gato usó sus garras para sacar una a una las castañas del fuego, mientras el mono las iba atrapando y se las zampaba de un bocado.
—¡Oye! ¡Pero no me has dejado a mí ni una sola! —se quejó el gato al darse la vuelta— ¡Yo hice todo el trabajo al sacarlas!
—Mala suerte, mi buen amigo —dijo el mono antes de escapar.
En ese momento llegó la señora de la casa y al ver que sus castañas habían desaparecido, le dio al felino una tunda con la escoba que le dejó marcadas las asentaderas.
—¡A ver si de una buena vez te pones a cazar ratones! ¡Que un día de estos no vuelves a entrar en la casa jamás! —le espetó la mujer, cerrándole la puerta en la cara.
Más allá, el mono reía y reía por la suerte de su compañero y el gato lo miró con rencor.
Buscando vengarse, subió a una ventana y tiró todas las macetas que descansaban en el alféizar, asustando al mono y haciendo que se manchara con la tierra.
—¡Estos animales nunca van a entender! ¡Primero uno roba y ahora el otro rompe todo! —exclamó la señora indignada, corriendo a darle otra tunda al mono— ¡Pues ahora ninguno de los dos vuelve a entrar aquí!
Y diciendo esto, volvió a cerrar la puerta y el mono se puso a llorar por su cambio de suerte. Finalmente, alguien se había atrevido a ponerlo en su lugar.
Moraleja: Nunca hay que escuchar a los que quieren perjudicarnos, disfrazando sus maldades de buenas intenciones. Si cumples tus responsabilidades como se espera y eres honesto, los demás siempre te darán su confianza.
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