Cuentos de Hadas

La reina de las nieves (2da parte)

En nuestro anterior episodio de este cuento, vimos como el diablo creó un espejo muy malvado que terminó fragmentándose en millones de pedazos. Y uno de estos, el más diminuto de todos, fue a parar al ojo de Kai, el niño de esta historia.

—¡Ay! —se quejó el pequeño, llevándose una mano a su ojo como si algo le hubiera picado ahí.

La abuelita le levantó el rostro con una mano y miró, pero no encontró nada. Habría sido imposible hallar aquel pedacito de espejo hasta con el mejor microscopio.

—¡Vaya, pero que fea que te ves hoy! —le dijo el chiquillo de repente— Nunca me había dado cuenta. Y mira que torcidas están creciendo las rosas allá afuera. Aquella está siendo comida por un gusano. Odio las flores.

Gerda le preguntó a su amigo si se sentía bien, pero él la miró con un profundo desdén. Eso nunca antes había sucedido. Kai se levantó diciendo que estaba harto de las historias para niños pequeños y que se iba a su casa. Salió al balcón que esta compartía con la vivienda de Gerda y pisoteó todas las hermosas flores que habían plantado, para angustia de la niña.

Sin embargo, Gerda no se atrevió a recriminarle nada, pues quería mucho a su amigo.

A partir de entonces, sin embargo, el niño cambió radicalmente. Ya no le gustaba juntarse con ella para jugar ni regar las flores, y se estaba metiendo todo el tiempo en problemas. Cuando podía, se burlaba de la dulce abuelita y lo único que le interesaba ahora, era imitar a los niños mayores.

Lo peor es que los adultos no se daban cuenta y confundían su actitud con inteligencia. Si Kai mencionaba el lado malo de las cosas o ridiculizaba a alguien, ellos decían:

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—Este chico es muy astuto.

Una fría mañana de invierno, Kai tomó su trineo y bajó a la plaza para jugar. Gerda la miró a través de su ventana y él le gritó que sus padres le habían dado permiso de estar fuera. Pero no la invitó a acompañarlo.

En la Plaza Mayor, los chicos tenían la costumbre de enganchar sus trineos a los carruajes que pasaban por las calles. Así, eran arrastrados por un buen tramo mientras el viento les agitaba los cabellos y reían alegremente. Pero tenían que acercarse en el momento oportuno para lograrlo.

Kai vio un carruaje blanco y enorme, y sin pensarlo mucho, se enganchó a él. El vehículo lo arrastró a toda velocidad a lo largo de la calle, y luego cada vez más lejos, hasta que hubieron abandonado la ciudad y se internaron en parajes desconocidos y llenos de nieve. A esas alturas, el frío le calaba los huesos al chico, que gritó tiritando:

—¡Pare! ¡Pare, por favor! Me estoy congelando!

El trineo, que era llevado por dos caballos blancos y majestuosos, se detuvo ante sus súplicas. A continuación bajó de él la mujer más hermosa que Kai había visto, enfundada en un largo abrigo de pieles.

CONTINUARA…

La reina de las nieves (2da parte) 1

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