En nuestra última aventura, vimos como Simbad llegaba hasta una isla que no era más que una ballena dormida en el océano. Aquella experiencia por poco lo hacía morir en el mar, pero nuestro héroe consiguió volver a casa cargado de tesoros.
Al día siguiente de haber escuchado aquella historia, el carguero Simbad (hay que recordar que aquel humilde hombre se llamaba igual que él), volvió a su residencia para seguir escuchando sobre sus aventuras. Él le hizo sentarse a la mesa de nuevo y comieron en abundancia. Entonces, el antiguo marino comenzó a relatar lo que ocurrió en su segundo viaje.
—Tras pasar algún tiempo en Bagdad, comerciando como lo hacía mi padre, me di cuenta de que esa vida no me gustaba realmente —dijo Simbad—, yo lo que quería era volver a las aguas, pues tengo el espíritu aventurero en la sangre.
Así que volví a embarcarme con unos cuantos hombres y de nuevo, el barco hubo de naufragar arrojándome a una isla desierta. Allí sobreviví un par de días, sin muchas esperanzas, hasta que mientras exploraba, me encontré con un enorme huevo blanco como el marfil. Era un huevo de ave ruc, el pájaro más grande que existe. Y su madre llegó casi enseguida.
Esperé a que se durmiera empollando el huevo y me amarré a una de sus patas, para que cuando emprendiera el vuelo, me llevara con ella.
Así sucedió. Por la mañana, el ave ruc se puso a volar sobre el océano, hasta que aterrizamos en medio de un gigantesco valle. Por desgracia, aquel lugar estaba lleno de serpientes y de más aves ruc, por lo cual era imposible salir. ¡Y yo que pensaba que me llevaría a un sitio seguro!
Pero en medio de aquellas criaturas tan letales, había también algo sublime que habría de convertirse en mi salvación: el suelo estaba plagado de piedras preciosas y diamantes.
Muchos comerciantes llegaban a la frontera del valle y lanzaban enormes trozos de carne cruda, los cuales las aves recogían para llevar a sus polluelos. Una vez que lo hacían, ellos las seguían a su nido y después de ahuyentarlas, recogían todas las gemas que se habían quedado pegadas en medio de la carne.
Al observar esto pensé en un plan: me amarraría un pedazo de carne a mis espaldas y así, un ave ruc me llevaría a su nido.
Funcionó. Al alejarme de las serpientes, pude ser rescatado por un grupo de comerciantes que me llevó de vuelta a Bagdad. Además, también reuní una bolsa cargada de piedras preciosas que incrementaron mi riqueza. Y por un tiempo volví a contentarme con la vida de comerciante, hasta que el mar me llamó de nuevo.
Simbad finalizó su historia y le dio al carguero otros varios cientos de monedas de oro, como había hecho antes.
—Ya sabes amigo, te espero mañana a comer si quieres escuchar otra de mis historias.
El otro le dio las gracias, muy contento e intrigado por escuchar más de las hazañas del marinero.
CONTINUARÁ…
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