Leyendas Infantiles Cortas

Dédalo e Ícaro

Érase una vez, hace mucho tiempo, vivía un artista talentoso. Se llamaba Dédalo y usaba su arte para construir edificios y templos. Probablemente fue el mejor arquitecto de su tiempo.

Un día, el rey Minos invitó a Dédalo a la encantadora isla de Creta. Él quería que Dédalo construyera un laberinto como hogar para su querida mascota, el Minotauro. Este era un monstruo horrible, poseía la cabeza de un toro y un descomunal cuerpo humano. El rey amaba a ese horrible monstruo y quería brindarle un hogar encantador.

Dédalo estaba un poco sorprendido por la elección de mascota del rey, sin embargo, un trabajo era un trabajo. Así que planeó hacer del laberinto un gran desafío, tan complicado, que cualquiera que entrara se perdería a no ser que fuera rescatado. De esa manera, el rey sería feliz, el monstruo estaría contenido y la gente se encontraría a salvo.

Dédalo llevó a su pequeño hijo Ícaro con él, seguro de que el niño disfrutaría nadando y jugando con los otros chicos en la isla. Pronto, ambos se sintieron muy felices por haber aceptado la invitación del rey. Por otra parte, Minos estaba contento con su laberinto. Y la isla era tan tranquila y agradable, que Dédalo no tenía prisa por irse.

Cierto día, un grupo de jóvenes griegos invadió a la isla. Al día siguiente zarparon a salvo, llevándose consigo a la encantadora hija del rey y dejando atrás a un Minotauro muerto.

El rey Minos no cabía en sí de la pena. No creía que alguien pudiese haber entrado en el laberinto y escapar con vida sin la ayuda de alguien, probablemente, la ayuda del hombre que lo había diseñado en primer lugar. Creyéndolo responsable, Minos castigó al inocente Dédalo y lo mantuvo prisionero junto con el pequeño Ícaro en la isla de Creta.

Dédalo trató de pensar en mil formas de escapar. Un día, notó a unos pájaros que volaban por encima y esto le dio una idea.

Alas. Necesitaba alas.

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Comenzó a juntar todas las plumas de pájaro que pudo encontrar y las pegó con cera, hasta obtener dos pares de alas. Una vez que estuvieron listas, le advirtió a su hijo que no volara demasiado cerca del sol o la cera se derretiría.

Dédalo sujetó las alas a sus brazos. Agitaron las alas y se lanzaron al cielo. Dejaron la isla de Creta muy por detrás de ellos, el agua brillaba a sus pies y se perdía en el horizonte. El cielo era azul. La brisa era rápida, más que suficiente para mantenerlos en el aire.

—¡Qué gloriosa sensación! —exclamó Ícaro, volando a mayor altura.

—¡No tan alto, recuerda lo que te advertí! —le gritó Dédalo.

Mas fue inútil. Ícaro voló más y más alto. Voló tan alto que antes de darse cuenta de lo que estaba sucediendo, el sol derritió la cera de sus alas. Ícaro se sintió caer. Agitó los brazos cada vez más rápido, pero fue inútil. El pobre se sumergió en el agua y se ahogó.

Tristemente, Dédalo continuó solo.

Dédalo e Ícaro 1

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