Fábulas de Esopo

El lobo, la nana y el niño

Había una vez una cabaña en medio del bosque, en el que habitaba un bebé muy chillón y regordete. Todos los días acudía una nana a cuidar de él y lo mecía con palabras muy dulces para que se quedara dormido. Le cambiaba los pañales y lo alimentaba con el mayor de los cariños. Sin embargo, como el niño lloraba demasiado a menudo y tenía muy mal sueño, lo que más le costaba era llevarlo a la cama.

—Ya mi niño, no llores más —le decía, arrullándolo—, que si sigues llorando de esa manera te voy a llevar con el lobo.

Sucedió que cerca de ahí, andaba merodeando un lobo que buscaba algo que comer. El invierno había sido muy crudo y como los animales no salían de sus madrigueras, hace mucho tiempo que no podía cazar una presa decente para tener algo con lo que llenarse el estómago.

—Ya van tres días que estoy buscando algo que cazar y no puedo encontrar nada —se lamentaba—, yo creo que si no me he muerto con este frío, en cualquier momento me muero de inanición.

Por eso fue que al escuchar las palabras de la nana, el lobo se llenó y de esperanza se acercó a la ventana, y se puso a vigilar al bebé pensando que muy pronto podría saciar su hambre. Lo vio tan sonrosado y tan gordo, que enseguida se le hizo agua la boca, no podía esperar a hundir sus dientes en él y comer con deleite.

—Si ese niño no deja de llorar, hoy comeré como rey —pensó—, mejor me quedo aquí para que la mujer pueda dármelo de inmediato.

Y así espero y espero, y aunque pasó un buen rato y el niño no dejaba de llorar, él seguía pensando que en cualquier momento se lo podría comer de un solo bocado. Pero la nana no hacía más que arrullarlo y pedirle que se calmara.

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En ese momento, el bebé vio al lobo que lo aguardaba en la ventana, sonriendo maliciosamente y soltó un berrido tan fuerte, que el animal creyó que esta vez sí que lo iban a castigar.

No obstante, la nana lo abrazó con más fuerza y le habló dulcemente.

—Ya mi niño, no llores —le dijo—, que si viene el lobo por ti, lo vamos a matar.

El lobo no podía creer lo que estaba escuchando, ¿cómo se atrevía a amenazarlo de muerte, si poco antes había prometido que le daría al niño? Las tripas le dolían tanto por el hambre y por el enojo, que lentamente se alejó de la ventana, mirando con rencor hacia atrás.

—De donde yo vengo, nadie dice una cosa y luego hace algo totalmente diferente —espetó—, pero en esta casa parece que nadie es sincero. ¡¿Quién entiende a los humanos?!

Moraleja: Siempre hay que ser coherentes con lo que hacemos y decimos. Las amenazas falsas a veces son efectivas, pero con el tiempo dejan de funcionar y el único que queda mal, es quien las hizo.

El lobo, la nana y el niño 1

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