¿Sabes por qué cada vez que llega la Navidad, la gente pone árboles en sus casas y los decora con esmero? Todo se remonta a una antigua leyenda, que nos habla sobre lo importante que es ser generosos y de buen corazón.
En lo más profundo del bosque, vivía un leñador muy humilde al lado de su esposa. Ellos no tenían hijos, no grandes riquezas. Solo se tenían el uno al otro y con frecuencia, eran amables con los viajeros que pasaban cerca, brindándoles techo, comida y un lugar caliente donde dormir. Una víspera de Navidad recibieron la visita más inesperada de todas.
Se trataba de un niño pequeño y muy indefenso, quien les pidió entrar en su casa para protegerse del frío.
El leñador y su mujer lo hicieron pasar y le dieron de comer. Luego le prepararon una cama calientita junto al fuego y allí pasó él la noche.
—Qué hermoso es —decía la esposa del leñador—, es como ese hijo que nos hubiera gustado tener. Sus cabellos parecen de oro y su piel es blanca como la nieve. ¿Cómo se habrá perdido un niño así de bonito, en medio de la noche?
Su marido le dijo que fueran a la cama, pues mañana era Navidad.
Cuando amaneció, el niño se había convertido en un hermoso ángel, todo vestido de oro. Y sus anfitriones se quedaron anonadados.
—No tengan miedo —les dijo el angelito—, yo soy el niño Dios y he bajado para buscar la bondad de los hombres. Ustedes tienen los corazones más grandes que haya visto en ninguna otra persona.
Acto seguido, el pequeño tomó la rama de un pino y se la dio a la pareja.
—Ahora quiero que siembren esta ramita fuera de su casa —les indicó—, porque Dios los ha bendecido y todos los años habrá de dar los frutos más hermosos, en recompensa a su noble actuar.
El pequeño desapareció y el leñador y su esposa, corrieron a su jardín para sembrar la rama, que fue creciendo hasta convertirse en un pino muy hermoso. De él crecieron unas magníficas manzanas de oro y montones de nueces de plata, que la pareja recogió con gran alegría.
Pero durante el invierno, estos frutos dejaban de florecer al cambiar el árbol de hojas como el resto de los abetos. Fue por eso que ellos tomaron la costumbre de decorarlo con hermosos listones de colores, ornamentos y velas que resplandecían en medio de la noche, a fin de seguir agradeciéndole a Dios por sus bendiciones y de invitar a los buenos espíritus a que habitaran en su pino.
Los habitantes del pueblo más cercano vieron esto y comenzaron a decorar sus propios árboles cada vez que llegaba la Navidad.
Es por eso que, hasta hoy en día, esta es una de las costumbres más bonitas de la temporada. Poner un árbol navideño es acordarnos de lo afortunados que hemos sido durante el año y agradecer todas esas cosas que nos han sido concedidas.
Y tú, ¿ya pusiste el tuyo?
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