Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo en Laponia, la tierra de los renos, nació uno muy peculiar con el nombre de Rudolph. Tenía un pelaje marrón y muy resistente a la nieve como el resto de sus compañeros, y dos astas que prometían ser muy poderosas, pero también tenía una nariz muy roja y brillante, que resplandecía de manera insólita en las noches más oscuras.
Los otros renos, que no comprendían lo que era diferente a ellos, pronto comenzaron a burlarse de él a causa de su nariz.
—¡Te ves como un payaso! —le decían, cada vez que el pobre Rudolph se aparecía ante ellos para jugar.
Y esto lo ponía tan triste, que terminaba regresando a su casa, para ocultarse de las burlas de los demás. Sus padres trataban de consolarlo, explicándole que su nariz lo hacía especial, pero Rudolph no quería ser especial. Él solo quería encajar.
Mientras más crecía, más brillaba su nariz como un faro de fuego, a tal grado que Rudolph decidió ya no salir de casa. No quería que los otros lo volvieran a ver.
Sin embargo, el resplandor de su nariz era tal que alcanzaba a verse por las ventanas, y los otros renos se congregaban afuera de la suya para continuar burlándose y a veces, cantaban crueles canciones que no lo dejaban dormir.
—Quiero irme muy lejos —le dijo Rudolph a sus padres—, aquí no hay nadie que me entienda.
Al principio, ellos se quedaron muy entristecidos con la decisión de su hijo, pero finalmente decidieron apoyarlo, esperando que algún día encontrara un lugar donde ser feliz. Rudolph se marchó de su aldea y comenzó a vagar por toda Laponia, pensando que solo se encontraba mejor. Al menos así nadie podría lastimarlo.
Así llegó la época de Navidad y en el Polo Norte, Santa Claus se dispuso a partir con su trineo. Ya tenía listos los regalos para todos los niños del mundo y sus renos estaban dispuestos para volar. Pero apenas se hubieron elevado en el cielo, una densa niebla cubrió el planeta y al buen Santa le fue imposible ver a donde se dirigía. Desesperado, intentó buscar alguna señal para guiarse.
En ese momento divisó un resplandor rojo a lo lejos y le dijo a sus renos que lo siguieran. Cuando aterrizaron en un rincón de Laponia se encontraron con Rudolph, quien como siempre estaba solo. Lleno de alegría, Santa Claus lo saludó.
—¡Qué nariz ten especial tienes! —le dijo— Quiero que nos ayudes a llegar a cada una de las casas donde los niños nos esperan. ¡Eres perfecto para guiar a mi grupo de renos!
Sorprendido, Rudolph aceptó la tarea y se colocó delante de aquellos animales, que lo miraban con admiración. Gracias al rojo resplandor de su nariz, consiguieron abrirse paso entre la niebla y llegar a tiempo con cada uno de los niños que aguardaban la Navidad.
Desde entonces, Rudolph se convirtió en el reno más querido de todos los tiempos y nunca más volvió a sentirse solo.
¡Sé el primero en comentar!