Cuenta una antigua leyenda guaraní que una vez hubo dos poderosos caciques, llamados Pirayú y Mandió, que vivían cada uno con sus respectivas tribus a los dos lados del río Paraná. Ambos mantenían una relación cordial por el bien de ambos pueblos, que además de intercambiar los productos que conseguían gracias a la agricultura, la caza y la pesca, se reunían de vez en cuando para celebrar sus fiestas.
Parecía pues que nada ni nadie sería capaz de arruinar la paz que existía entre ambos.
Un día, Mandió le dijo a Pirayú que la mejor manera de mantener la armonía entre las dos tribus era sellando un pacto que las uniera para siempre.
—Dame a tu hija en matrimonio —le dijo— y nuestros clanes serán uno solo. Seremos tan poderosos, que ningún otro imperio se atreverá a vencernos.
—Eso no es posible —le dijo Pirayú con seriedad—, ya que mi hija, Caranda, no desea casarse con nadie. Ella ha ofrecido su vida al dios Sol, que es quien le da sentido a su existencia. Desde que era una niña se quedaba por largas horas contemplándolo. Casarle contigo significaría privarla de ese placer y sé que sería infeliz y moriría. Por lo tanto, no puedo darte su mano en matrimonio.
Al escuchar esto, Mandió se puso furioso.
—¡Te arrepentirás por haberme ofendido de esta manera! —le dijo al otro cacique, prometiendo cobrar venganza.
Y Pirayú se preocupó, pues sabía lo rencoroso y lo violento que podía ser él.
Un día mientras la princesa, Caranda, volvía a su tribu tras navegar por el río en su canoa, divisó a lo lejos unas grandes llamaradas que brotaban de las casas de la aldea. La gente de Mandió había atacado a los suyos, incendiando sus tiendas y desatando el caos.
La muchacha se apresuró a llegar a tierra a toda prisa, pero antes de que pudiera correr a ayudar, Mandió apareció y la retuvo entre sus brazos, riendo con malignidad.
—¡Todo intento es inútil por frenar mi venganza, arrogante princesa! ¡Pues hoy ni siquiera tu dios será capaz de salvar a tu pueblo por la ofensa que osaste hacerme!
Caranda, angustiada, trató de liberarse de su abrazo y se volvió hacia el Sol en el cielo para hacerle un ruego desesperado.
—¡Oh Guarahjí, poderoso dios Sol, no permitas que Mandiló cumpla con su cometido de destruir a los míos! ¡Ayúdame, dios Sol!
En ese instante, unos rayos luminosos provenientes del propio astro rey, envolvieron a la muchacha y la transformaron en una hermosa planta, con un tallo esbelto y una cabeza coronada por pétalos del color del sol, que siempre se mantenía erguida para seguir sus movimientos en la bóveda celestial.
Era el girasol, una de las flores más hermosas del planeta.
Hasta hoy, se dice que el espíritu de la princesa Caranda continúa viviendo en cada uno de los girasoles del mundo, enamorada del sol. Es por eso que estas plantas siempre miran hacia arriba, como si estuvieran contentas de ser bañadas con su luz.
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