Erase una vez dos hermanitos que se querían mucho y acostumbraban jugar juntos a la orilla de un manantial. Pero quiso la mala suerte que un día, mientras estaban jugando, cayeron a las aguas de la lagunilla hasta lo más profundo, donde vivía una ondina malvada que apenas los vio, los quiso convertir en sus sirvientes.
—¡Ahora sí que los he cogido! —exclamó— De ahora en adelante, tendrán que trabajar para mí y hacer todo lo que yo les diga. ¡Y pobres de ustedes si se intentan escapar!
Por más que buscaron una salida que les permitiera escapar del manantial, los hermanitos no la encontraron. Y así, la ondina los puso a trabajar hasta el cansancio.
A la niña la obligó a hilar un ovillo de lino, tan enredado y tan sucio, que era casi imposible tejerlo sin que la rueca se atascara. Luego hizo que vertiera agua en un barril que no tenía fondo y ella lloraba, porque los brazos le dolían y aquella cosa nunca se llenaba.
Al niño le dio un hacha defectuosa y le dijo que sacara madera de un árbol, una tarea que le llevaba horas enteras. Los dos eran muy infelices.
Para comer, lo único que tenían eran unas albóndigas rancias, tan duras que parecían piedra. Mientras tanto la ondina se deleitaba comiendo pan fresco y calientito, y una carne suave que a ellos les hacía agua la boca. ¡Cuánto extrañaban su casa!
Un domingo, la ondina salió como de costumbre a escuchar misa en la iglesia y ellos aprovecharon para poderse escapar. Cuando la malvada regresó y se dio cuenta de que se habían ido, fue a toda velocidad tras ellos, esperando atraparlos por el sendero. Los niños la vieron a lo lejos y entonces la hermana dejó caer un cepillo, que se transformó en una montaña llena de púas.
Pero la ondina consiguió trepar por ellas, con gran esfuerzo.
El niño entonces dejó tras de él peine, que se convirtió al instante en una enorme sierra con dientes afilados. Pero la ondina también atravesó a través de ellos, exhausta y enfadada.
Al final, la niña tiró al suelo un espejo que se volvió un monte enorme y tan liso, que era imposible trepar por él.
—Voy a volver a mi casa por un hacha con la que romper el cristal —se dijo la ondina— y entonces la montaña dejará de ser un obstáculo.
Y así lo hizo.
Sin embargo, como se demorara demasiado en ir por el hacha, cuando el monte se desvaneció se dio cuenta de que los niños le llevaban ya mucha ventaja. Seguramente a esas alturas estarían de nuevo con sus padres y no serviría de nada ir tras ellos.
Malhumorada, la ondina volvió a su manantial, en donde se quedaría esperando a que algún otro incauto cayera para hacer de él su esclavo. Los hermanitos ya no por supuesto, pues tras aprender la lección jamás volvieron a jugar por ahí.
Y así es como termina este bonito cuento infantil.
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