Cuentos de Hadas

Los cisnes salvajes (3ra parte)

Durante el capítulo pasado de nuestro cuento, nos dimos cuenta de que Elisa acababa de ser descubierta por el rey de una ciudad cercana, quien se quedó muy sorprendido al verla tejiendo dentro de su cueva. Lo que más lo impactó fue la prodigiosa belleza de la princesa, quien al levantar la mirada y encontrarse con él, sintió temor.

Era la primera vez que otro ser humano se acercaba hasta esa isla.

—¿Quién eres? —le preguntó el rey, intentando convencerla de que no le haría daño.

Pero cuando Elisa no pudo responderle, asumió que era una chica muda y decidió sacarla de ahí. Se había enamorado al instante de ella y como estaba buscando esposa, quiso casarse con ella.

Elisa fue llevada hasta su palacio junto con las ortigas y las camisas que ya había tejido, pues no quiso separarse de ellas. Sus hermanos, al ver esto, volaron hasta el castillo y se dieron cuenta de que nuevamente era tratada como una princesa, así que se quedaron tranquilos.

Allí, Elisa fue vestida con las más hermosas y finas ropas, y se convirtió en la esposa del rey. A pesar de que nunca pronunciaba una sola palabra, él la quería mucho por la bondad de sus gestos y la dulzura de su mirada. Y ella también comenzó a quererlo a él, pues era un hombre amable y justo. Si bien se preguntaba porque estaba todo el tiempo tejiendo ortigas que le lastimaban las manos, jamás le prohibió nada.

Sin embargo, la madre de Su Majestad, la Reina Madre, no se sentía nada contenta con su nuevo matrimonio y envidiaba a Elisa por las atenciones que tenía de su hijo.

—Seguramente es una hechicera y por eso no deja de tejer —le advirtió ella—. Debe estar preparando alguna clase de conjuro.

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Pero el rey, enamorado como estaba, ignoraba a su madre diciendo que Elisa nunca había hecho nada malo. Así que ella trazó un plan para deshacerse de la muchacha.

Cuando a la joven se le acabaron las ortigas, tuvo que ir a un cementerio cercano para recoger más. Ella no lo sabía pero allí, unas brujas se reunían noche tras noche para celebrar sus aquelarres, entonando canciones macabras y preparando toda clase de pócimas repugnantes en sus calderos.

La Reina Madre siguió a Elisa y vio como recogía ortigas. Se había hecho acompañar por un obispo de la corte del rey, al cual utilizó como testigo cuando acusó a su nuera de brujería.

—¡Es una hechicera! —gritó— La vi anoche, entre esas malas mujeres que van al cementerio. ¡Debemos quemarla en la hoguera por sus malas artes!

El resto de los cortesanos se mostró de acuerdo con la madre del soberano, quien muy triste, se dirigió a su esposa, suplicándole que dijera alguna palabra para defenderse. Pero Elisa se quedó callada.

—Su silencio es prueba de su culpabilidad, ¿cómo podría defenderse ahora que sabemos su secreto? —dijo la Reina Madre— Serás encerrada, niña y mañana por la mañana, arderás en el fuego.

CONTINUARÁ…

Los cisnes salvajes (3ra parte) 1

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