Cuentos de Hadas

Los cisnes salvajes (4ta parte)

Durante el capítulo anterior de nuestro cuento, la pobre Elisa fue condenada a morir en el fuego, luego de que la madre del rey la acusara de ser una hechicera. Pero ella no podía defenderse, pues sabía que solo con su silencio podía salvar a sus hermanos. Ya estaba muy cerca de terminar las doce camisas y ellos, muy angustiados, volaban cerca de la torre en la que estaba encerrada, tratando de consolarla.

La noche antes de la ejecución, Elisa se paso las horas tejiendo sin descanso, maltratando sus manitas al extremo y soportando el sueño y la angustia. No fue capaz de pegar un ojo hasta que salió el sol.

Para cuando amaneció y fueron a buscarla, Elisa estaba terminando de tejer la última de las doce camisas. Con todo y sus labores, se la llevaron al patio central del palacio, en donde ya habían preparado una enorme pira con leña, en la cual habría de morir.

El rey, con lágrimas en los ojos, se acercó a ella para hacerla entrar en razón.

—Por favor, amada mía —le suplicó—, ¿no hay nada que puedas decir en tu defensa? Di que eres inocente y en este mismo momento te creeré.

Pero Elisa no pronunció una sola palabra y eso a su esposo le rompió el corazón.

Mientras tanto, la Reina Madre miraba con satisfacción como subían a la muchacha a la pira y ella, con la cabeza gacha, seguía tejiendo frenéticamente con las manos.

—¡Miren a la hechicera! ¡Ni siquiera a punto de morir se detiene en sus malas artes! —exclamó con maldad— ¡Quémenla! ¡Quémenla ahora!

El verdugo encendió una antorcha y se acercó a la pira. En ese mismo instante, doce majestuosos cisnes descendieron desde el cielo para proteger a su hermana. Elisa, tomó las camisas y las arrojó sobre ellos. Uno por uno, fueron convirtiéndose en apuestos príncipes ante los ojos anonadados de la gente, que se había reunido allí para despedir a su reina.

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Cuando la última camisa tocó al doceavo hermano, este se transformó en un muchacho muy bello, con un ala blanca en lugar de uno de sus brazos. Elisa no había podido terminar la manga de su camisa.

—Perdóname hermano, por haberte fallado —le dijo con una dulcísima voz y los ojos llenos de lágrimas—, el tiempo se me acababa.

El príncipe le sonrío de manera gentil y la atrajo hacia él.

—No te preocupes, hermanita querida. Voy a conservar esta ala con orgullo, en recuerdo de tu sacrificio para liberarnos de nuestra maldición.

El rey, al escuchar esto, se sintió inmensamente feliz pues ahora podía probarse la inocencia de su esposa. Elisa fue declarada inocente y la envidiosa Reina Madre tuvo que exiliarse a un reino lejano, pues sus intrigas ya no eran bienvenidas en el palacio.

Por su parte, los doce príncipes se quedaron a vivir allí con su hermana pequeña y una vez más volvieron a ser la feliz familia que habían sido siempre.

Nunca nada ni nadie volvería a estropear su dicha.

FIN

Los cisnes salvajes (4ta parte) 1

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