No había muchas personas que se atrevieran a subir por la colina que se levantaba al final de la Calle de los Narcisos, un sendero muy apacible dentro de un suburbio donde casi todas las familias tenían hijos de entre diez y quince años. Esto por supuesto, facilitaba que muchos de ellos se reunieran para jugar en las calles, pues sus padres se conocían y no veían ningún problema en dejarlos salir.
Lo que más llamaba la atención de los infantes no era la colina en sí, sino lo que había encima de ella. Una casa enorme toda hecha de ladrillos, con una chimenea en el costado, agujeros en el techo y ventanas rotas. Llevaba años sin ser habitada y no parecía que se tuvieran planes de remodelarla pronto.
Era una construcción siniestra, que a más de uno había dado pesadillas, pues siempre se rumoreaba que había fantasmas que se asomaban a las ventanas y que, en ocasiones, la chimenea funcionaba de la nada.
Era por eso que uno de los juegos más populares entre los chicos, consistía en ver quien era lo suficientemente valiente como para entrar solo. Aquella tarde le había tocado a Roberto, un niño que siempre se andaba jactando de ser el más atrevido de todos.
—Pues veremos si es cierto, ¡entra tú solo a la casa y quédate cinco minutos! —lo retaron sus amigos.
—Claro que entraré —dijo él presuntuosamente— y no solo eso, sino que les voy a traer algo del interior para que luego no digan que soy un cobarde.
Se encaminaron pues todos los niños a la casa, la cual lucía especialmente tenebrosa aquella tarde. Roberto sintió que se le hacía un nudo en el estómago, pero sabía bien que no podía echarse atrás o todos se burlarían de él. De modo que aprovechó que una de las ventanas más cercanas al suelo estaba medio rota, para terminar de quebrar el cristal y deslizarse en el interior.
Una vez adentro miró por encima de su hombro a los demás con burla, se sonrió y se fue a recorrer el resto de las habitaciones.
—No tarda en salir —dijo Miguel, uno de los chicos—, no aguantará ni dos minutos adentro.
—Yo creo que sí lo va a lograr —argumentó Cecilia, una niña de trenzas.
—Yo creo que va a ver un fantasma —dijo alguien más.
Los niños se mantuvieron esperando y discutiendo sobre lo que haría su valiente colega, hasta que pasaron los cinco minutos.
—¡Roberto, ya puedes salir! —le gritaron.
Pero ninguno obtuvo respuesta. Extrañados, los chicos se asomaron por las ventanas tratando de encontrarlo, pensando que les estaba jugando una broma. Sin embargo no lograron ver ni rastro de él.
Alguien dio aviso a los adultos y se forzó la puerta de la casa para buscar al niño. Revisaron todos los rincones, todas las habitación, el ático y el sótano, sin hallar a nadie. Nunca volvieron a ver a Roberto y desde ese entonces, a ese lugar se lo conoció como «la casa sin salida».
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